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Manuel

Apenas había terminado con la misa de mediodía cuando Gabriel entró a la parroquia casi vacía. Lo miré con una sonrisa, que se esfumó apenas vi su rostro. Se veía cansado, capaz un poco contrariado. Les di la instrucción a los monaguillos de terminar lo más rápido posible y que se fueran. Me acerqué a él preocupado por lo que podría estar pasándole.

—Gabriel, ¿te pasa algo?

—Necesito confesarme, ¿tenés tiempo?

Levantó la mirada hacia mí, sus ojos se veían opacos, apagados. Asentí y lo llevé hasta el cuarto que se usaba como confesionario al que se accedía desde el lado opuesto a la puerta que usábamos para ir a las habitaciones. Intenté abrir la puerta, pero esta estaba bajo llave. Le pedí que me esperara ahí y fui a la oficina que ocupaba Basilio. Busqué en el escritorio hasta encontrar un llavero con varias llaves, cada una contaba con la etiqueta de dónde era. Volví con él, busqué la llave correspondiente, abrí la puerta por fin y entré buscando un interruptor de luz. Cuando pude encender el único foco que había, pude ver que el cuarto era diminuto y que solo contaba con un par de sillas. Me senté en una y le indiqué con la mano que se sentara. Cerró la puerta antes de acomodarse frente a mí. Agachó la cabeza, evitaba mirarme, era como si ni siquiera fuera capaz de hacerlo.

—Te escucho, Gabi.

—Pequé, Padre. Salí a una fiesta anoche, me emborraché y terminé teniendo relaciones con... con una chica...

Sentí una punzada en la boca del estómago, era difícil de explicar aquella sensación, o siquiera de entenderla, nunca me había pasado algo parecido. Era como si me molestara escucharlo decir eso. Puse una mano en su cabeza.

—Te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La penitencia es rezar el rosario —asintió persignándose—. Gabi... —agarré una de sus manos sin pensarlo demasiado, él me miró por fin afligido—... no deberías sentirte culpable por eso. Sé perfectamente lo que dice la Biblia al respecto, pero no hace falta que lo sigas tan al pie de la letra.

—P-pero, Padre, ¿qué van a pensar mis padres cuando se enteren?

—¿Les vas a decir? No sé a cuantos se lo hayas dicho, pero por mí no se van a enterar. Tampoco creo que deberían.

Me miró mudo, como si hubiera dicho algo descabellado. Apretó mi mano asintiendo lentamente.

—Sos joven, Gabi, hay cosas de las que no se puede huir, por mucho que sigas la Biblia.

Noté que a su cara volvía el color y a sus ojos el brillo. Una leve sonrisa curvó las comisuras de sus labios.

—¿Te sentís mejor?

—Sí. Me alegra que seas vos quien me diga algo así. Es importante para mí.

Volvió a apretar mi mano haciéndome acordar que todavía lo tenía agarrado y mi cuerpo no reaccionaba para soltarlo, como si no quisiera realmente hacerlo. Por unos minutos no hicimos nada más que mirarnos el uno al otro sin movernos. Me sentí extraño, pero no era incómodo, solo confuso.

—Bueno, no te robo más el tiempo —dijo de repente soltando mi mano—. Nos vemos a la noche.

Sonrió, se levantó y salió del cuartito dejándome solo. Sentí el corazón un poco acelerado. Golpeteaba en mi pecho como si hubiera corrido hasta Del Viso ida y vuelta. Miré mi mano como si fuera tonto. Había algo en ella que ya no reconocía, ¿o era lo que había sentido lo que la hacía irreconocible para mí? Suspiré, me levanté y salí del cuarto, cerré con llave para ir a guardar el alba. Después llevé las llaves a la oficina antes de ir al comedor. Las Hermanas me miraron apenas entré, pero no les presté demasiada atención, me limité a sentarme en el lugar de siempre recibiendo casi automáticamente un plato de comida. Comí consciente de todo mi cuerpo, sobre todo de los latidos de mi corazón, que se habían regularizado ya, pero me era imposible ignorarlos ahora.

PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora