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Gabriel

—Padre, ¿no te parece que podríamos separarnos? Yo puedo ir por un lado y ustedes por otro —dijo Facundo mirándonos a Manuel y a mí.

—¿Y por qué vos vas a ir solo? —pregunté.

—Porque el Padre es nuevo todavía y puede perderse.

—Bueno, tiene razón, si no te molesta, vamos juntos, Gabi.

Miré a Manuel antes de volver a mirar a Facundo, él me hizo una seña con la cabeza casi imperceptible. Era otro plan suyo para que me quedara con él a solas. No tuve más opción que aceptar, no me desagradaba la idea, pero tampoco estaba tranquilo. No habíamos estado solos más de diez o quince minutos, más tiempo sería una tortura para mí. Manuel nos indicó hasta dónde teníamos que ir antes de comenzar con la colecta. Facundo se fue hacia la derecha de la parroquia, mientras nosotros íbamos a la izquierda. Caminamos hasta la otra esquina en completo silencio, él llevaba la caja como si no quisiera que yo hiciese más esfuerzo que caminar. Me encargué de llamar a la puerta cuando llegamos a la primera casa. Ariel, vestido con lo que parecía un pijama, nos atendió.

—Hola, Ariel, ¿cómo estás? ¿Sabés por qué vinimos?

Negó con la cabeza claramente avergonzado por la presencia de Manuel. No todos los chicos lo conocían, muchos todavía no habían empezado a ir a las charlas de los misioneros. Me agaché quedando a su altura.

—Vinimos a juntar ropa o juguetes. ¿Tu mamá está?

Se limitó a asentir y entrar corriendo, me incorporé desviando la mirada a Manuel, él me sonrió. No tardó en aparecer Solange, la mamá de Ariel, con una bolsa de consorcio negra etiquetada con una hoja de impresora como "ropa". El Padre extendió la caja para recibir la bolsa. Le agradecimos y nos fuimos a la siguiente casa.

Tardamos cerca de una hora en terminar la manzana, la caja estaba bastante llena, pero Manuel no quería volver a la parroquia para dejar las cosas. Para él, lo mejor era juntar todo lo que podíamos de una vez antes de tener que volver. Dejó la caja en el piso y se sentó contra un paredón que separaba la casa a la que acabábamos de entrar y la vereda.

—Deberíamos volver, Padre.

—Vamos a tardar más así.

—Entonces, dejame que lleve la caja así descansás los brazos —negó con la cabeza—. Sos un poco testarudo, Padre.

Manuel soltó una risita.

—Puede ser, Gabi.

—Bueno, descansá. Vengo ahora.

—¿A dónde vas?

—Al quiosco de acá a la vuelta.

No esperé a que me contestara, caminé hasta el quiosco, entré y compré un par de botellas de agua. Volví con él Padre, me senté al lado suyo y le di la botellita.

—Gracias, Gabi. No tenías que comprármelo.

—Quería hacerlo, Padre. Te lo merecés por trabajar tanto.

—Apenas juntamos cosas.

Lo miré recibiendo una sonrisa, abrió la botellita y tomó un trago. Me quedé mirándolo unos segundos embobado como si no existiera más nada que él en el mundo, pero me obligué a volver a la realidad. No podía vivir como si estuviera en una película de romance adolescente. Abrí mi botella y tomé un sorbo de agua. Nos quedamos sentados unos cuantos minutos en completo silencio. Me sentía un poco incómodo, no podía dejar de pensar en Facundo y en su brillante idea de hacernos venir juntos. No me molestaba ayudar a Manuel, lo que me molestaba era mi propia cabeza. Lo único que podía pensar era en lo atractivo que era, en la dulzura de su voz al saludar a las personas en sus casas, su amabilidad, sobre todo con los chicos. Facu tenía razón, el Padre me tenía de cabeza.

PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora