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Gabriel

Cuando salimos de la parroquia, Facundo empezó a molestarme con el voluntariado que me había ofrecido Manuel. Tenía pensado participar, siempre lo hacía, pero que él me lo pidiera directamente tenía otro sabor. Caminé callado mientras Facu seguía hablando de quién sabía qué, después de que me burlara por lo de Manuel, me había distraído completamente. No sabía cómo sentirme, si estar contento o no, después de todo, también iba a estar Isabel, no sabía qué era lo que pensaba Manuel de ella. No podía preguntarle tampoco, podría pensar que ella me gustaba o que intentaba acusarlo de algo que sabía que no pasaba; o al menos quería pensar que no pasaba nada entre ellos. Cuando llegamos a mi casa, me despedí de Facu y entré. Mi papá se había quedado dormido en el sillón del living con el televisor prendido. Estaba tapado casi hasta la nariz con una frazada de invierno que habíamos comprado en un viaje al sur. Apagué el televisor y me acerqué a él, lo llamé un par de veces, pero no respondió, ni siquiera se movió. Lo mejor era dejarlo dormir, aunque sea en el sillón. Me metí en mi cuarto encontrándome con una sombra enrollada sobre mi cama. Cerré la puerta atrás mío y encendí la luz, Noé no se movió ni un centímetro al igual que mi papá, solo podía ver su lomito subir y bajar con su respiración. Me acerqué a él para acariciarlo, estiró sus patitas antes de quedarse inmóvil de nuevo. Sonreí deseando poder estar tan tranquilo como él. Ojalá pudiera dejar de pensar tanto en todo y dedicarme a vivir sin más. Me desplomé en la cama a su lado cerrando los ojos cansado. De repente, imágenes como flashes de una cámara empezaron a aparecer en mi mente. Recordé el rostro de Mateo transpirado, mirándome fijamente con la boca entreabierta. Pegué un salto en mi lugar, era lo que había pasado anoche. Las imágenes salían una tras otra y no estaba seguro si querer o no recordarlo, pero mi mente me obligaba a hacerlo. ¿Por qué no podía ser como los borrachos y olvidar esa parte de mi vida? Recortarla, hacerla un bollo y tirarla a la basura para no tener que topármela de nuevo en toda mi vida. Como no pudiera (ni quisiera) controlar mi cuerpo, cerré los ojos dejando que los recuerdos me invadieran. Sentí sus manos pasar mi cuerpo tan vívidamente como si lo estuviera haciendo ahora mismo. Sentía su respiración chocar contra mi mejilla y cuello, sus labios paseándose por todo mi cuerpo. No me sentía mal ahora, todo lo contrario, lo deseaba sinceramente. Deseaba que volviera a besarme, a estrecharme contra su cuerpo, a pasar sus manos por donde quisiera. Podía recordar a la perfección como se sentía tenerlo en mi interior. Sentía que la prisión de tela en la que se encontraba mi erección era su mano en aquel frenesí de recuerdos.

Unos toques en la puerta me hicieron pegar un salto, abrí los ojos, estaba en mi cuarto con Noé dormido todavía. Los toques volvieron a sonar, me levanté con rapidez, me acerqué a la puerta y la abrí encontrándome con mi papá, que me miraba con cara adormilada. Agradecí que pareciera estar dormido todavía, sentía que mis pensamientos se me veían en la cara y esperaba que así no se diera cuenta.

—Gabi, no te escuché entrar. ¿Cómo fue la misa?

—Bien. Volvió el Padre Basilio, pa. ¿Cómo te sentís?

—Mal, creo que me voy a acostar ya, pero quería ver si llegaste, chango.

—Facu me acompañó de vuelta también.

—Ese chico te cuida mucho, parece que tenés un buen amigo ahí, cuidalo.

—Sí, pa —le sonreí—. ¿Te preparo un té? Estás un poco pálido.

—No, gracias, chango. Ya me voy a dormir. Que Dios te bendiga.

Me puso la mano en la cabeza y con el pulgar me hizo la señal de la cruz en la frente. Lo saludé también asomándome por la puerta para observarlo alejarse hasta su habitación. Una vez que lo vi meterse y cerrar la puerta, fui hasta la cama, tomé a Noé en brazos para sacarlo, trabé mi puerta apagando las luces. De nuevo la culpa recorría mi cuerpo después de lo que había hecho. No había servido de nada confesarme con el Padre Manuel, de todas maneras, había mentido, no quería que se enterase que era un sodomita. ¿Querría acercarse a mí cuando se enterara que lo era? Estaba seguro que no lo haría, que le daría asco si se enteraba. Mi cabeza, como si estuviera controlada por el mismísimo diablo, lanzaba imágenes de lo que había pasado una y otra y otra vez. La distracción con mi papá no había servido de nada para apartar mi pecado. Mi cuerpo reaccionaba, pero ahora era casi como si la misma sangre me quemara. Caminé hasta mi cama y me desplomé. Ahora podía recordar con total claridad todo de principio a fin. Cómo yo había besado a Mateo, cómo él me había llevado a su cuarto y cómo me había guiado hasta el pecado de la lujuria y la sodomía. Sus manos algo ásperas me recorrían el cuerpo de arriba abajo sin dejar ni un centímetro sin tocar. Esta vez no pude reprimirme, tampoco había alguien o algo que me distrajera, bajé mi mano hasta mi pantalón, lo desabroché y bajé la prenda junto con mi bóxer. Cerré los ojos dejándome llevar de nuevo por el recuerdo de las sensaciones. Ya no era Mateo quien me hacía gemir, ahora era Manuel. Imaginar sus manos, cálidas y suaves, en mi cuerpo hacía que no pudiera parar. Deseaba tenerlo como había tenido a Mateo, tenerlo encima haciéndome gemir en lugar de ser yo mismo. Mi mano, que ahora era la del Padre, se movía con mayor rapidez, haciendo que mis músculos se tensaran y que de mis labios se escaparan suspiros con su nombre. Me mordí el labio inferior en un pequeño gesto de cordura, no podía dejar que mi papá me escuchara gemir el nombre de Manuel. Moví mi mano más rápido cerrando los ojos con fuerza y mordiendo mi labio inferior lo más que podía para evitar hacer ruido. La idea de tenerlo conmigo en este momento me enloquecía, hacía que mi sangre se volviera lava y me quemara por dentro. Daría lo que fuera por sentir sus labios sobre los míos o en cualquier lado que quisiera posarlos. Él podría hacer lo que quisiera de mí ahora mismo. La tensión cada vez más fuerte en mi bajo vientre me hacía volver a la realidad. Su mano volvía a ser la mía, Manuel dejaba de estar encima de mí para desaparecer en el preciso instante en el que eyaculaba. Abrí los ojos por fin, tenía la respiración agitada y sentía sabor a sangre en la boca. Levanté la mano hasta la altura de mis ojos, tenía los dedos embadurnados, los sentía pegajosos. Me saqué lo que quedaba de la ropa con la que había salido, usé mi remera para limpiar mi mano, mi ingle y mi bajo vientre antes de dejarla tirada en el piso. Volví a vestirme, esta vez con mi pijama, y me acosté bajo las sábanas. Miré el techo unos segundos con la mente en blanco, pero el remordimiento apareció rápidamente. Mis ojos se llenaron de lágrimas.

—¿C-cómo puedo dar tanto asco?

Susurré cubriéndome la cara con las manos. Volvía a sentirme sucio, asqueroso. ¿Por qué no podía controlar nada de esto? Mi cuerpo parecía funcionar solo cada vez que terminaba masturbándome, todo en mi ser parecía desembocar en un instinto primario que no podía reprimir por mucho que quisiera. Empecé a sollozar como un nene chiquito. Ya no sabía qué más podía hacer para lograr cambiar lo que era y lo que hacía. Leer la Biblia, rezar, confesarme, ya lo había hecho, pero todo parecía estar igual siempre.

—M-me odio tanto...

Cerré los ojos sin poder dejar de llorar. Me odiaba tanto por haber nacido así, por no ser lo que mis padres hubieran querido que fuera. Me hice lo más chico que pude en la cama, intentando calmarme un poco para poder, al menos, dormir.

***

—¿Cómo te sentís ahora, Gabo?

Preguntó Facundo desde el otro lado de la mesa. Aproveché que mi papá no estaba cuando llegué del instituto para enviarle un mensaje casi de auxilio para que viniera a verme y, para mi fortuna, no tenía nada que hacer.

—No sé. Mal todavía.

—¿Por qué?

—Porque soy un asco, Facu. Anoche me acordé de todo lo que pasó en la madrugada con Mateo y mi cabeza desvió todo a Manuel.

—Cómo te tiene el cura —esbozó una sonrisa que no duró más que unos pocos segundos—. Perdón, pero es verdad. Le tenés ganas.

—Sí, supongo —suspiré—. ¿Y qué hago ahora?

—¿Declarártele y coger con él como conejos?

Sentí la cara entera arderme.

—¡N-no le des más cuerda a mi imaginación! Necesito cambiar esto, no está bien.

—¿Qué no está bien?

—Que me guste Manuel. Ni que le tenga ganas. Ni que sea gay.

—No seas boludo, Gabo, ya hablamos de esto y te dije que así estás bien —dejó el tenedor en el plato, se limpió la boca con la servilleta y volvió a mirarme, ahora más serio—. Si fuera malo que seas gay, ¿por qué nunca te enamoraste de una chica? Dios te hizo así porque no quería que te casaras con una mujer, sino que fueras feliz con un hombre.

Me quedé mirándolo completamente mudo, no habría esperado una respuesta así viniendo de él nunca. Volvió a centrarse en su comida mientras yo jugaba con la mía dándole vueltas a lo que acababa de decirme.

—¿Por qué estás tan seguro de eso?

—Porque Dios quiere que seas bueno y eso sos. Siempre lo fuiste, gay o no.

Esbocé una sonrisa bajando la mirada a mi plato.

—Gracias.

—Nada. Mejor terminá de comer, así vamos a dar una vuelta y te distraés de todas las boludeces que pensás.

—¿Podrías hablar bien?

—No, mojigato.

En su cara apareció una sonrisa burlona que hizo que me riera. Ni siquiera podía enojarme con él como antes, esto había empezado a ser nuestra forma de tratarnos. Seguimos comiendo mientras conversábamos de otros temas más banales, pero no aparté de mi mente lo que él me había dicho. No entendía cómo no le daba asco acercarse a mí, o por qué le parecía tan normal saber que era gay. Habíamos sido criados de la misma manera, fuimos a la iglesia desde que nacimos, ¿cómo él podía ser tan distinto a tanta gente del barrio? Empezaba a alegrarme bastante de tenerlo como amigo ahora. Al menos tenía con quien hablar de lo que me pasaba y de lo que sentía por Manuel. Había llegado casi caído del cielo para acompañarme ahora que lo necesitaba. 

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