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Gabriel

Por fortuna para Manuel y para mí, una semana antes de tener que ir al campamento, Santiago volvió al seminario. Durante casi un mes, me dediqué a evitarlo, aunque no me disgustaban las escenitas de celos de Manu; no me gustaba verlo así, pero debía admitir que se veía tierno cada vez que lo estaba, sin contar su manera de quitarse los celos. Facu no dejaba de molestarme por eso. Como ahora, que no dejaba de burlarse de mí mientras preparaba mi bolso, no paraba de recordarme que dormiríamos en la misma habitación, aunque no mencionaba el nombre de mi novio, decirlo en mi casa era una sentencia de muerte, sobre todo con mi mamá entrando y saliendo de mi habitación todo el tiempo con la excusa de traerme cosas. Sabía que nos vigilaba, que no quería ningún pecado más en esta casa, si supiera que, en realidad, llevé a cometer pecado al cura del barrio, estaba seguro que no me dejaría entrar de nuevo a esta casa ni siquiera para sacar algo de ropa. Cuando terminé de revisar si tenía todo lo que necesitaba, me senté al lado de Facu y apoyé mi cabeza en su hombro observando aquella habitación que ya no era mía.

—¿Qué pasa?

—Crecí acá, pero me siento ajeno a todo. Como si no fuera mi propia habitación.

—Te entiendo. Yo a veces me siento ajeno a mi propia familia. Salvo con mi hermana, con ella siempre tuve una relación estrecha.

—Quiero verla después del campamento.

—Le va a alegrar mucho verte, más después de todo lo que pasaste.

—¿Le contaste?

—Le cuento todo, Gabo.

—Siempre se llevaron bien, ¿no?

—Si yo la defendía cuando éramos chicos, ¿no te acordás? —asentí—. Bueno, eso nos unió mucho. Y me alegra que fuera así, no me gustaría que mi hermana se quedara sola por ser quien es.

—Ojalá no tuviera que ser así.

—Siempre pensé en lo mismo, Gabo, pero va a pasar mucho hasta que lo entiendan.

Nos quedamos en silencio, sus palabras flotaban en el aire. ¿Por qué teníamos que esperar para poder ser quienes éramos? Nadie más tenía que esperar aceptación de nadie, pero nosotros teníamos que esperar que nuestros padres nos aceptaran, como si el amor tratara de la aceptación de los demás. Mi mamá apareció en la puerta con un par de vasos con gaseosa, nos miró frunciendo el ceño, pero no dijo nada, simplemente los dejó en el escritorio y, resoplando, salió del cuarto de nuevo. Estaba seguro que pensaba que Facu y yo éramos algo más que amigos, pero no me importaba, era mejor que pensara eso a que pensara que estoy con Manu. Suspiré separándome de Facu para seguir revisando mi bolso. Cerca de una hora después, y de la insistencia de mi amigo, decidí cerrarlo de una vez. Lo agarré para salir en dirección a la parroquia por fin, o al menos era esa la idea hasta que mi mamá me llamó justo en la puerta.

—Gabi, hijo, no te vayas todavía.

—Tengo que irme ya, el Padre me está esperando.

—Hablemos.

Me giré a Facundo, él asintió saliendo.

—¿Qué pasa, ma?

—¿Te sentás conmigo un ratito?

—Ma, dijiste hablar, no sentarnos.

Me agarró de la mano y me llevó adentro cerrando la puerta. Me llevó hasta el sillón e hizo que me sentara, la miré sin más opción que escuchar cualquier cosa que me fuera a decir.

—Te tengo que decir algo —se sentó al lado mío—. Es importante.

—Bueno, te escucho.

—Estuve hablando con tu papá y vamos a arreglar todo.

PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora