Capítulo 4

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Miré mi reloj y marcaba las cuatro de la tarde: aun quedaban cuatro horas largas para llegar a mi destino. Estaba muy emocionada y, durante todo el verano, planifiqué en mi mente cómo iba a ser todo: sí, soy una persona que tiene la peculiar manía de querer organizar todo lo que aún no ha sucedido, sabiendo que hay cosas que ni yo misma puedo controlar. Eso, por algún motivo, me da una extraña sensación de tranquilidad: la parte negativa es quedar como una paranoica. ¿La positiva? Ir un paso por delante y estar preparada para todo. Pero, incluso así, sabía que, como toda aventura, hay acontecimientos de los que no somos conscientes hasta que los tenemos de frente mirándonos a la cara.

Con respecto al vuelo, todo había transcurrido con total normalidad a excepción de la comida que me habían servido, pues tenía de todo menos de apetitosa. Por suerte, tenía una preciosa pantalla frente a mis ojos desde la que poder disfrutar de películas o escuchar música y evitar que la espera fuera tan larga.

A pesar de todo estaba muy nerviosa: era inevitable. Aterrizar en un lugar nuevo siempre me provocaba náuseas: "¿Y si me perdía?" "¿Y si no sabía llegar a la residencia?"

"Sí, conciencia, ya te hemos escuchado" - dije para mis adentros - "Eres tú otra vez llenándome de cuestiones de las que ahora mismo no quiero saber nada".

— 2 horas para llegar a nuestro destino - Informó la azafata de vuelo.

Esa era la mejor noticia que podía recibir ahora mismo: 8 horas de vuelo y sin poder levantarme más que para ir al baño, era lo más cercano a una tortura real que había vivido jamás. Nunca había experimentado vuelos de tanta duración pues, al menos, había escalas de por medio que ayudaban a que la duración de estos no fuera tanta.

A través de la diminuta ventana empecé a divisar lo que era una grandiosa ciudad: no sabía exactamente en qué punto me encontraba pero estaba disfrutando de cada instante. Como la obsesionada a tomar fotografías de los atardeceres que soy, esto no podía ser menos. Los colores rosados y anaranjados en el cielo daban paso a la oscuridad que, en este preciso instante, empezó a engullir la ciudad.

— En pocos minutos aterrizaremos. Apaguen sus dispositivos móviles y pónganse el cinturón de seguridad. Quédense en sus asientos hasta que hayamos llegado. Muchas gracias - la dulce voz de la azafata me permitió tranquilizarme durante un instante.

Nada más sentí que estaba tocando tierra firme, empecé a prepararme para salir. El trasiego de personas queriendo huir del avión me alertó de que era mejor esperar sentada hasta que todo se hubiera calmado. Poco a poco fui levantándome y cogiendo mi equipaje de mano: tras esto me despedí de las azafatas y les di las gracias por su atención.

El temporal en Londres en pleno agosto no era exactamente como lo había imaginado: el momentáneo viento en el aeropuerto de Heathrow me obligó a abrigarme para evitar un resfriado a estas alturas del año. ¡No quería que ese fuera mi recibimiento!

Me dispuse a ir a la cinta para recoger mi equipaje: estaba repleto de gente de aquí y de allá. Si tuviera que definir el concepto "persona" hablaría precisamente de este instante: seres o individuos que navegan libremente con el fin de conseguir aquello que se proponen o reencontrarse con personas que hace tiempo no veían. La dulce bienvenida o la amarga despedida marcan momentos importantes en la vida de cada persona: seres con aspiraciones y sueños, con esperanza o con una visión realista de la vida que han conseguido a base de tropezar, caer y levantarse. El transcurso de nuestra vida depende no solo de cómo la vivimos sino de qué personas se encuentran a nuestro alrededor: y cada experiencia positiva o negativa nos enseña. No nacemos sabiendo todo sino que conseguimos conocimientos o logramos madurar en base a lo que nos sucede. La vida de cada individuo no es la misma y, aunque la viviesen de la misma forma, seguiría siendo distinta. Cada cual concebimos la realidad de una forma en base a nuestra educación, nuestros amigos, nuestra familia o aquello que experimentamos mientras estamos recorriendo nuestro propio camino. Sí, la misma vida es una línea recta aunque con leves curvas repleta de obstáculos y atajos, y somos nosotros los únicos responsables de decidir si queremos llegar más rápido, tropezar o aprender a hundir los obstáculos. Sea como fuere, un atajo no es garantía de llegar antes, pues no depende del tiempo que inviertas para llegar a la meta; es de mayor importancia y utilidad para uno mismo saber que, por el camino, has aprendido nuevas cosas. Y aprendemos a evitar los obstáculos cuando nos damos cuenta de que, en ocasiones, resulta necesario caer para evitar cometer el error otra vez. Aprendemos cuando nos damos el derecho a detectar nuestros propios defectos y luchamos cada día para rectificarlos y ser, así, mejores. Porque la vida es una competición con uno mismo.

Regresé a la vida real y mi preocupación, ahora, era la de encontrar un medio de transporte válido que me llevara a mi destino final. Tras buscar como una loca, me planteé la idea de usar Google Maps para resolver mis dudas de forma rápida. Tras encontrar la mejor forma de llegar, me dirigí al metro aun siendo plenamente consciente de que estaría lleno.

Después de descongestionarse de gente y encontrar un buen sitio donde poder descansar durante 1 hora (que era la estimación del viaje), dejé mi cuerpo en total calma y empecé a sentir el peso de la tensión que había estado soportando desde que salí esta mañana de mi casa. Todo había sido un completo estrés: ir de aquí para allá, probablemente, sea algo a lo que no llegue a acostumbrarme jamás.

Después de un rato dejando mi imaginación volar, como hacía siempre, saqué mis auriculares y escuché el primer tema que me salió en aleatorio en una de mis listas de Spotify. Las primeras notas me permitieron entender que estaba escuchando "Fix you" de Coldplay: "Lights Will Guide you Home" probablemente se podría convertir en mi la frase que, perfectamente, podría describir lo que estaba siendo esta experiencia. Y, quizás, podría decir rápidamente que lo primero en lo que pensé mientras estaba viendo Londres a través de la ventana del avión fue, precisamente, eso: las luces que iluminaron, poco a poco, cada centímetro de esta enorme capital; fueron como el abrazo cálido que recibes de un ser querido al que hace tiempo que no ves. O quizás sería como esa pintura que logra cautivarte a pesar de estar el museo repleto de piezas artísticas mucho mejores. Pero es esa la única que logra captar tu atención. Y serías capaz de estar horas enfrente de ella sabiendo que, tarde o temprano, ibas a encontrar nuevos detalles que, aun habiendo estado ahí siempre, eran imperceptibles a ojos tuyos.

Y quizás sea ahí donde resida la propia felicidad: en disfrutar de cada pequeño detalle que te llene hasta tal punto de olvidar el resto. Atesorarlo de tal forma con el temor en el cuerpo de saber que, pronto, pasará a formar parte de un pasado que hace un instante era tu presente.

Y ese, probablemente, será siempre el secreto mejor guardado.

Cuando la luz te encuentreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora