CAPITULO 1.

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DANIELA.

Tiene que ser una broma.

Me fijo en mi padre, que está a mi lado y sonríe como si acabáramos de oír la mejor noticia del mundo. Está igual de sorprendido que yo con lo que acaba de decir nuestro jefe, pero él parece feliz y no cabreado. Debe de estar enfermo. Tiene que ser eso. Nadie en su sano juicio disfruta de una declaración así, pero el caso es que, cuando miro alrededor, son muchos los que lo imitan.

—Creo que no lo he entendido.

Lucía, mi compañera de trabajo más cercana, deja su iPhone a un lado para centrarse en nuestro jefe. Y que Lucía suelte el móvil da una pista de lo desconcertada que se siente, porque está obsesionada con él. No es una exageración.

Tiene una cuenta en TikTok en la que va contando su vida de forma constante. En serio: constante. La he visto hacer directos mientras trabaja. Asegura que es influencer, pero lo cierto es que apenas pasa de los mil seguidores y no es capaz de convencer a nadie de hacer absolutamente nada. A mí, por lo general, no me importa, siempre y cuando no me enfoque con la cámara, aunque a veces se le olvide. Si cuento esto es solo para que entiendas que, en condiciones normales, Lucía aprovecharía para hacer un directo e intentar sacar tajada del shock general que se ha producido en la pequeña sala de reuniones. Sin embargo, apenas pestañea mientras intenta asimilar la noticia.

Nuestros jefes, Carlos y Nora Garzón, están sentados en un extremo de la mesa y sonríen como el par de ancianos adorables que son, sin pararse a pensar en el caos que están propiciando.

—¿Qué es lo que no entiendes, querida? —le pregunta Carlos a Lucía.

Es difícil enfadarse con él, pienso mientras lo veo acariciarse distraído la barba blanca y espesa. Es como un jodido Santa Claus. O quizá solo pienso eso por la idea que acaba de lanzarnos, pero lo cierto es que tiene las mejillas sonrosadas, los ojos verdosos y una sonrisa pacífica y cercana que, por lo general, sirve para encandilarnos a todos. A su lado, su esposa, Nora, es igual de dulce y amable, solo que ella no tiene barba, pero sí una mirada maternal y una sonrisa típica de abuela de película. Ya sabes, de esas que ves y piensas: «Oh, daría todo lo que tengo por hacer feliz a esta mujer antes de que abandone este mundo».

Maldita sea, se están aprovechando de eso, no tengo dudas.

—Lo que Lucía intenta decir es que no entiende que tengamos que pasar tiempo juntos fuera de nuestro horario laboral —intervengo para ayudar a mi compañera.

El silencio se instala en la sala de un modo un tanto incómodo. Tengo ese don. Quizá soy un poco brusca hablando, pero prefiero eso a andarme por las ramas. Por desgracia, Lucía no está muy decidida a colaborar conmigo.

—No, lo que no entiendo es lo del calendario. ¡Lo de pasar tiempo juntos me parece genial!

Pongo los ojos en blanco mientras muchos le sonríen. ¿En serio? Alguien tiene que decirle a esta gente que pasar tiempo con los compañeros de trabajo no es buena idea nunca, pero aún menos para llevar a cabo este absurdo plan.

—Es muy fácil —dice nuestra jefa—. Verás, dado que hemos detectado ciertas... tiranteces entre algunos de ustedes después de que el año pasado todo el mundo se negara a celebrar la Navidad como nos hubiese gustado, creemos que esta vez debemos darle la vuelta a la situación.

—¿Por qué? Yo fui muy feliz el año pasado. Además, sí que pusimos el árbol de la entrada.

—Lo pusimos nosotros solos —me responde Carlos—. Ni un trabajador colaboró en la decoración. Y lo entendimos, quisimos creer que quizá así sería mejor y decidimos respetar vuestro deseo de no hacer una cena para los trabajadores ni un día de convivencia.

Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora