CAPITULO 18.

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DANIELA.

8 de diciembre

Remuevo la tercera taza de café del día y doy un sorbo recreándome en la sensación de llenarme el labio de espuma. El café de Andrea es increíble, pero hay algo reconfortante y nostálgico en las tazas de café que me prepara Nora Garzón. Quizá es porque, aunque no quiera, recuerdo que fue la primera persona en ofrecerme una taza de café espumoso cuando aún era una adolescente. Yo estaba acostumbrada a tomar refrescos y batidos y entonces ella me descubrió el maravilloso mundo de la cafeína en su estado más puro mezclada con canela, espuma y un poco de leche. Desde entonces, cada vez que me ofrece una taza, soy incapaz de negarme, aunque sepa que, como hoy, no está feliz con mi atuendo y mucho menos con mi actitud.

La jornada laboral ha acabado por fin, pues no sopesé bien las explicaciones que tendría que darles a huéspedes y compañeros acerca de mi jersey de renos zombis vomitando. Si no me he quejado es porque Poché me ha mirado con odio concentrado por osar vestir a su gato igual y quiero que piense que estoy supersatisfecha, aunque no sea cierto.

La verdad es que este jersey pica, siempre ha picado. Irá de aquí a la basura sin ningún tipo de remordimiento. Pero, claro, no conté con que tendría que trabajar con él durante muchas horas. Creo que tengo un sarpullido en los brazos y en el cuello. Por fortuna, me he puesto una camiseta de tirantes debajo, así que al menos el pecho se ha librado. Y para más suerte aún, al acabar la jornada y subir al apartamento de los Garzón para la actividad de hoy, Nora me ha ofrecido un jersey suyo con tal de que me quitara «esa cosa tan horrible». He aceptado haciéndole pensar que lo hacía por ella, pero lo hacía por mí. Un minuto más con él puesto y acabaría rascándome como si tuviera piojos por todo el cuerpo.

Ahora mismo tengo puesto un jersey de lana azul marino con una casa roja de tejados blancos, casi idéntica a las casitas de las actividades. En el jersey también hay nieve, un par de estrellas doradas y la palabra MAGIC en grande arriba, sobre el pecho. En un día normal, lo odiaría, pero hoy me parece maravilloso, sobre todo por el tacto suave y calentito que tiene.

Carlos enciende los altavoces y comienza a sonar «It's the Most Wonderful Time of Year». Eso podría agriar mi estado de ánimo, pero no lo consigue. Estoy contenta, calentita y he cabreado a Poché. Creo que, en términos generales, ha sido un buen día. Por desgracia, lo bueno no es eterno. Poché llega, completando el círculo de los asistentes, que somos más o menos los mismos de siempre, y sus abuelos abren la casita con la nueva actividad.

—Vamos a escribir una carta a Santa Claus —dice Nora con una sonrisa dulce y maternal.

—Tiene que ser una broma —digo en medio de una risa que, de verdad, no pretendía que fuera tan irónica como suena.

—¿Por qué lo dices, querida? —pregunta Carlos.

—Todos tenemos más de veinte años. —Señalo a Lucía, Sebas, las chicas que trabajan para Carmen y a ella misma—. Bueno, y tú...

—¿Yo qué? —pregunta en un tono que deja claro que mi vida puede correr algún tipo de peligro según lo que responda.

Me acobardo de inmediato. Una cosa es cabrear a Poché, que es muy llevadero y algo a lo que ya estoy acostumbrada, y otra tocarle las narices a Carmen. No soy tan valiente.

—Tú estás guapísima hoy —le digo.

Ella me fulmina con la mirada, consciente de que no iba a decir eso, y Nora aprovecha para repartir los folios y los bolígrafos.

—Venga, chicos, intentad tomároslo como lo que es: una actividad en grupo. Dejad volar la imaginación, volved a vuestra infancia y escribid a Santa desde el corazón.

Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora