EPILOGO

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POCHÉ.

Diez meses después.

Entro en casa buscando a Daniela por todas partes y aguantándome la risa. Tengo que contarle esto. Mira que he visto a Sebas en situaciones complicadas a lo largo de mi vida, pero reconozco que verlo correr en pelotas por las escaleras del edificio con dos chicas muy muy MUY enfadadas detrás era algo que nunca pensé ver.

En realidad, parece aún más desatado desde que, en marzo, decidiéramos que era una tontería que el estudio de enfrente siguiera siendo de Daniela, si pasaba todo su tiempo aquí, así que se cambiaron los puestos y ahora ella vive conmigo y él disfruta de un estudio de soltero que aprovecha muy bien. Demasiado bien, a juzgar por lo que acabo de ver.

Miro en nuestro dormitorio, pero al único al que veo es a Snow tumbado en la cama, adueñándose de ella como cada día desde que vino definitivamente a vivir aquí gracias a que un huésped se quejó de su presencia y lo acusó de tener un brote de alergia. Fue una decisión difícil, pero creo que el gato es más feliz aquí. Claro que eso no se debe a mí, sino a Daniela, pero ahora, al menos, deja que lo acaricie de vez en cuando. Básicamente, cuando ella no está y quiere que alguien se postre a sus pies. Sigo pensando que da igual lo blanco, esponjoso y bonito que sea: esconde un plan para exterminar al mundo en cualquier momento.

Por otro lado, que el gato esté aquí sirve de excusa para que mis abuelos vengan a vernos con asiduidad. Últimamente, han empezado a hablar de limpiar el apartamento de mis padres y habilitarlo de algún modo. He hablado con Daniela y, después de mucho pensarlo, ninguna de las dos descarta la posibilidad de acabar viviendo allí, pero aún siento que necesito hacerme a la idea. Poco a poco.

Además, si nos mudamos no vamos a ver el apartamento vacío nunca. Ocurría cuando mis padres vivían con los trabajadores con los que mejor se llevaban y ocurrirá ahora. Lucía, por ejemplo, nos perseguirá con su cámara, porque para sorpresa de nadie su canal de TikTok ha crecido tanto que ahora el hotel cuenta con una comunidad increíble que se encarga de que prácticamente nunca tengamos habitaciones libres.

Sebas se colaría en todos los descansos, seguro. O para esconderse de alguna chica. Y Germán y Andrea... Bueno, ellos no se meterían sin permiso, pero estoy seguro de que cuando el pequeño Gonzalo crezca, se colará allí junto con Juliana y Antonia para visitar a su hermana mayor. Aunque eso no me molesta, la verdad. Los hermanos de Daniela nos dan la vida. Sobre todo a ella, teniendo en cuenta que su madre, obviamente, no ha cambiado. No lo hará nunca, pero al menos Daniela tiene una gran relación con su hermano Kevin y eso me alegra. Ah, sí, Kevin, que ya es todo un adolescente en potencia, también usaría el apartamento para huir de su madre, igual que hace con este.

Al final, sería un apartamento comunitario, prácticamente. No es que aquí no vengan, lo hacen, pero al menos tienen que coger el transporte público. No sé hasta qué punto es conveniente estar a un ascensor de distancia de casi todos.

Dejo de pensar en todo esto mientras me concentro en buscar a Daniela. En la habitación de invitados tampoco la encuentro, pero sí hay una caja que no me suena de nada. Frunzo el ceño y me acerco, curiosa. Está cerrada, pero el precinto está roto, así que puedo abrirla sin problemas. Observo el interior y elevo las cejas, sorprendida. Luces navideñas, esferas decoradas, soldaditos de plomo y, cuando investigo más a fondo, un Santa Claus de aproximadamente cincuenta centímetros de alto con un saco en su espalda y una sonrisa inmensa. ¿Qué...?

La puerta de casa se abre y sé el momento exacto en que Daniela se ha fijado en que mi chaqueta está colgada, porque de inmediato me llama.

—¡No vas a creerte lo que he visto! ¿Dónde estás?

Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora