CAPITULO 30.

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DANIELA.

Me he vuelto completamente loca. Es la única explicación que encuentro a que esté vistiéndome para ir a pasar mi día libre con Poché después de que me haya pedido que me vaya a vivir con ella.

No, pedido no. Ofrecido. Mucho mejor. Me ha ofrecido irme con ella, pero porque es una buena chica.

Espera. Un momento. ¿Es una buena chica? ¿Desde cuándo? O sea, lo era antes, de niña, luego se convirtió en una capulla. Sinceramente, no entiendo en qué actualización de sistema mi cerebro ha decidido que vuelve a ser una buena chica.

Me pongo un pantalón vaquero un poco desgastado y un jersey viejo verde oscuro. Si lo viera Lucía diría que es «verde árbol de Navidad». Por fortuna, no lo verá. No es mi mejor vestimenta, ni de lejos, pero no quiero que Poché piense que me arreglo más para ir a su casa. Por esa misma razón, ni siquiera me pongo la máscara de pestañas ni el brillo de labios, que es de lo poco que uso para trabajar. Voy a cara lavada y con la barbilla bien alta, lista para una pelea si se le ocurre insinuar algo, aunque nunca haya visto a Poché insinuar nada del físico de nadie. En ese sentido, sí que es buena chica. En el resto...

Llego a su bloque después de tener la grandiosa idea de coger el transporte público porque no soy rica, aunque algunos días me guste fingir que sí. Toco el portero, subo en el ascensor y, cuando lo veo en el marco de la puerta, cruzado de brazos y sonriendo, vuelvo a tomar conciencia de lo raro que está siendo esto.

—Tengo una sorpresa para ti.

Frunzo el ceño mientras entro en su casa y me quito el abrigo largo y acolchado con el que salí de casa. Ella lo sostiene y lo cuelga en el perchero por mí de un modo tan natural que me quedo un poco cohibida. ¿Va a ser así todo el día? ¿Voy a estar pensando en las cosas que hacemos que parecen cotidianas porque lo hicimos en el pasado, pero ya no?

Bueno, Poché nunca colgó mi abrigo en ningún sitio (aunque una vez lo pintó con rotulador y mi padre armó un escándalo tremendo porque era nuevo), pero ya me entiendes.

—¿Una sorpresa?

Por toda respuesta, señala el salón. No necesito mucho para darme cuenta de que la videoconsola está encendida y hay dos mandos sobre la mesita.

—¿Vamos a jugar?

—Antes te encantaba.

Es extraño, pero tiene razón. De niñas me encantaba que me dejara jugar a su consola. Yo no tenía porque mi padre está en contra de ellas. Nunca nos ha dado una razón como tal, simplemente está en contra, así que yo aprovechaba para colarme en casa de Poché cuando mi padre o Andrea me llevaban al hotel y jugábamos todo lo que podíamos. En aquel entonces, nos encantaba el Call of Duty. Ella era mucho mejor que yo, pero no me importaba. A mí lo que me gustaba era el hecho de jugar con ella, más que ganar.

—¿A qué vamos a jugar?

—Call of Duty.

Es curioso que haya elegido el mismo juego. Mi estúpido corazón está haciendo otra vez eso tan molesto. Ya sabes, lo de latir más rápido de lo que debería. Como se aficione a hacerlo, cualquier día me detectarán una enfermedad cardiovascular y todo será por culpa de Poché. A lo mejor es su venganza contra mí por todas las travesurillas que le he hecho: la jugarreta que le da la victoria definitiva. Es sádico y quizá poco factible, pero nunca hay que descartar ninguna opción.

—¿Vas a ponerte a gritarle a la tele como hacías antes? —pregunto para que no note que estoy más alterada de lo que debería.

—Eso dependerá de lo nerviosa que me pongas tú o el juego en sí.

Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora