CAPITULO 38.

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DANIELA.

La pista de hielo del Rockefeller Center es, sin duda, una de las atracciones que más gustan a los turistas que visitan Nueva York en Navidad. Está en el centro de la plaza Rockefeller, rodeada por la icónica estatua dorada de Prometeo y los impresionantes edificios de la zona, además del árbol que ponen cada año frente a la pista, presidiendo el espacio. Es enorme, pero es curioso que, conforme he ido creciendo, ha dejado de parecerme tan grande. Supongo que de niña, cuando mi padre me traía, todo estaba mucho más magnificado. Ahora miro a los niños que se agarran a las manos de sus padres y sonrío, porque sé perfectamente cómo se sienten. Yo lo sentí en el pasado. Eso y la burbujeante ilusión de la Navidad. La nostalgia aparece, intentando hacerse la protagonista, pero la espanto con un movimiento de la cabeza. Hoy no hay hueco para ella.

Nos acercamos a la barandilla de hierro forjado que rodea la pista. Las luces y los adornos navideños que la decoran generan una atmosfera mágica y la música que suena durante todo el día ayuda a crear un ambiente festivo y emocionante.

—No estoy segura de querer hacer esto —dice Lucía.

Su cara refleja un miedo que no había visto en ella hasta ahora. Aunque esté feo decir que me alegro, la verdad es que es así. No porque tenga miedo, sino porque por primera vez veo a mi amiga algo vulnerable e insegura. Ni siquiera ha sacado el móvil de su abrigo y pienso, ingenua de mí, que no lo hará.

Por desgracia, Sebas aparece en acción, mete la mano en el bolsillo de Lucía y saca el teléfono.

—Yo me haré cargo de esto y de ti hasta que se te pase el miedo.

Yo preferiría darme un tiro antes que confiar mi seguridad en Sebas, pero al parecer Lucía no lo ve tan mal, porque sonríe agradecida y se adentra poco a poco en la pista.

—Está llenísima —murmura Poché a mi lado.

Tiene razón. Se nota que la Navidad está a la vuelta de la esquina y la gente necesita hacer actividades que los transporten a ese estado mágico cuanto antes.

Me fijo en una pareja que ríe a carcajadas mientras patina más mal que bien. Él lleva un abrigo y un gorro de lana y ella lleva una bufanda inmensa y roja, a juego con su gorro. Es casi como ver a una de esas parejas que protagonizan cualquiera de los millones de películas que salen en esta temporada del año.

Me gustaría tomarme la escena con un poco de sarcasmo, sobre todo cuando ella está a punto de caerse y él la sujeta de un modo un tanto teatrero, a mi parecer, pero lo cierto es que, cuando se abrazan y se encuentran frente a frente, se hace evidente la química que tienen, incluso desde aquí y sin conocerlos. Me pregunto si será su primera cita. O quizá es un matrimonio intentando recuperar un poco de la magia perdida. Tal vez se han conocido aquí y se han enamorado a primera vista y...

—¿Los conoces?

De nuevo es Poché quien interrumpe mis pensamientos, claro que lo agradezco, porque me doy cuenta de que me he quedado embobada mirando a un par de personas que no conozco de nada.

Hoy lleva el gorro de lana que le hizo Andrea. Está guapa, pero Poché siempre lo está.

—No, no los conozco de nada.

Intento ignorar mis pensamientos porque hoy están siendo de lo más raros. Debe de ser por haber dormido poco mirando vídeos que no debería mirar y pensando cosas que, desde luego, no debería pensar.

—¿Vamos?

Sonríe de un modo tan cálido que no puedo negarme, sobre todo cuando tiende una mano enguantada hacia mí. Recuerdo lo mucho que Poché odia tener las manos frías. Le doy mi mano y nos dirigimos hacia la pista con más ilusión que talento para patinar.

Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora