CAPITULO 12.

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DANIELA.

4 de diciembre

Despierto sobresaltada cuando la música de Carlos Rivera llega hasta mi habitación a todo volumen. Me tapo las orejas con la almohada y pienso que los vecinos van a odiarnos un día más. La puerta se abre y mis hermanas entran gritando y riendo como locas.

—¡Vamos a tener un hermanito nuevo! —grita Antonia—. O hermanita, pero espero que sea hermanito, ya tenemos muchas chicas en casa.

—Yo quiero que sea una niña. Los chicos son un asco —sentencia Juliana, que a sus tiernos ocho años está empezando a tener opiniones propias que no pienso rebatir, porque si me preguntan ahora mismo, diré que algunos chicos sí que son un asco.

Intento levantarme de buen humor, pero lo cierto es que no dejo de preguntarme cómo el puñetero Carlos Rivera puede con una balada hacerme sentir como si estuviera en un after.

Cuando salgo de la habitación con mis hermanas, el panorama es... interesante. Hay globos con helio pegados al techo y mi padre baila con Andrea, que ríe a carcajadas en medio del salón mientras él canta (bastante mal, por cierto) la canción que suena.

Te soñé.
Presentí cada día tu mirada, tu llegada.
Me rendí ante el brillo de tu alma.
Sí, soy aquel que desde siempre te esperaba...

Andrea parece feliz y enamorada, así que supongo que eso es lo importante, pero, si a mí una chica me cantara así cuando aún no he tenido tiempo de peinarme y lavarme la cara, posiblemente la denunciaría. Supongo que es una muestra más de que esta parte agria la he heredado de la genética materna. Es curioso, porque no dejo de criticar a mi madre, pero a menudo veo actitudes en mí misma que me la recuerdan más de lo que me gusta admitir.

Debería llamarla, o al menos mandarle un mensaje, pero entonces recuerdo que ella no me ha llamado ni escrito y me enfado. ¿Por qué tengo que hacerlo yo?

—¡Mija! ¡Mija, ven, vamos a celebrar que seremos uno más! —grita mi padre acercándose con los brazos extendidos y la clara intención de que baile con él.

Mi primer impulso es negarme, pero entonces miro a Andrea y recuerdo lo agobiada que estaba ayer por el tema del bebé. Se ve que ha esperado hasta esta mañana para contárselo, está emocionada y feliz y yo no quiero estropearle el momento, porque esa mujer significa mucho para mí.

Dejo que mi padre me guíe por el salón dando giros que no pegan nada con la balada que suena y acabo riéndome, porque es imposible no reír con mi padre.

—¡Hoy será un buen día! Lo sentencio.

Me río. A mi padre le encanta hacer eso. Sentenciar cosas imposibles porque asegura que así se cumplen. Yo no lo creo, pero supongo que es bonito que sienta que tiene un poder tan grande sobre el futuro y su propio destino. Si me paro a pensarlo, incluso es envidiable.

Me recreo un poquito en la música. Más de lo que pienso admitir en voz alta. Luego mi padre se empeña en hacer tortitas para desayunar. Mis hermanas tienen que ir a clase, pero aun así buscamos la forma de desayunar juntos. Hoy Andrea, él y yo entramos en el turno de tarde y agradezco, una vez más, que Carlos y Nora nos tengan el aprecio suficiente para ponernos los turnos en los mismos horarios. Soy consciente de que en otro trabajo no tendría esta suerte, aunque a veces me comporte como si no viera todas las ventajas que tengo trabajando en el hotel. Me pregunto si cuando Poché tome el cargo seguirá haciendo estas cosas. Una parte de mí piensa que sí, porque en realidad a ella le da igual y sería de cretina no hacerlo. Otra piensa que Poché no me tiene un gran cariño y es posible que precisamente por eso se empeñe en ponerme las cosas difíciles.

Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora