CAPITULO 19.

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POCHÉ.

Navidad de hace diez años

Pasar de una mano a otra el balón de fútbol que solo toco en Navidad desde hace dos años está resultando ser más doloroso de lo que creía. En realidad, no sé qué tradición de mierda es esta. Hace dos años que mis padres murieron. Dos años y da igual. No mejora. No se hace más fácil y resulta que con dieciséis años los necesito tanto como los necesitaba a los catorce, cuando se fueron. Vuelvo a rodar entre mis dedos el balón que me compraron justo antes de morir. Trago saliva y me pregunto cómo habría sido si todavía estuvieran aquí, pero entonces el dolor llega intenso y lacerante. Descarto esos pensamientos y me quedo solo con la amargura. Aunque no lo parezca, es más fácil llevar este dolor que el que me produce pensar en los muchos finales alternativos que podría haber tenido mi familia.

La manilla de la puerta hace ruido y la miro. Alguien está intentando entrar.

Es ella.

Aún no ha hablado, pero no lo necesito para saberlo. Sé que es ella. Hace meses que esta dinámica se repite. Durante el primer año después de que mis padres murieran, Daniela estuvo muy unida a mí, más que nunca, pero para mí algo se fue desintegrando con cada día que pasaba. No era culpa de ella ni tampoco mía, era algo que simplemente no podía controlar. Era incapaz de ir a su casa o pasar el rato con ella como antes. Como si nada hubiera pasado. ¡Claro que había pasado! Todo era distinto, aunque ella hiciera como que no se daba cuenta. Odiaba eso, lo odiaba con todas mis fuerzas.

Odiaba eso y otras muchas cosas, como por ejemplo que Germán, su padre, me siguiera llamando «hija». Lo había hecho siempre, desde que yo era niña, pero después de perder a mis padres, yo sentía ganas de gritar y romper cosas cada vez que lo decía. Si iba a su casa, Andrea cocinaba cosas tan ricas para mí que la satisfacción duraba solo unos minutos, hasta que recordaba que mi propia madre solía cocinar cosas ricas y ya no podía hacerlo porque estaba muerta. Y yo no debería estar disfrutando de esa comida ni de una familia que no era la mía ni de unos padres que no eran los míos, porque los míos estaban muertos.

Muertos. Muertos. Muertos.

El segundo año ha sido peor. Todo mi agobio se ha sumado a la insistencia de Daniela de hacer ver que todo sigue igual entre nosotras. Que seguimos siendo las mejores amigas del mundo, aunque lo cierto es que solo ella se esfuerza por estar pendiente de mí y de nuestra relación. Yo he empezado a salir más con Sebas, un chico que conozco del instituto y con el que Daniela siempre se ha llevado regular.

Sebas es un poco idiota, pero no hace preguntas dolorosas. Se conforma con enrollarse con chicas y no habla nunca de lo que siente o de lo que quiere en la vida. Sebas es un campo seguro. Daniela, no. Ella se empeña en preguntar cómo me siento y qué puede hacer para ayudarme, sin darse cuenta de que no hay nada que pueda hacer, porque todo en ella, en su casa, su familia y nuestra vida en común me recuerda lo que he perdido.

—Abre, por favor, te he traído algo —me dice a través de la puerta.

—Vete, Daniela, no quiero hablar contigo.

—Pero...

—¡Que te vayas! ¡Vete de una vez! ¿Es que no ves que no quiero estar contigo? ¿Qué tengo que hacer para que te des cuenta?

Por un instante, creo que insistirá, como hace siempre. Le he hablado tan mal en tantas ocasiones últimamente que estoy segura de que, si mis abuelos lo supieran, me castigarían de por vida. En cambio, la manilla de la puerta permanece quieta y al otro lado solo se oye silencio. Un silencio que, tras unos minutos, hace que el pecho se me comprima de dolor.

Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora