CAPITULO 45

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POCHÉ.

21 de diciembre

Me despierto con el sonido de un teléfono que no es el mío. Al principio los ojos me tiemblan de cansancio y me cuesta un poco ubicarme, pero creo que tardo solo un segundo en recordar todo lo sucedido desde anoche. Miro a mi lado, a Daniela, que duerme desnuda y de espaldas a mí, y esbozo una sonrisa. Creo que despertar así ya es indicativo de que hoy va a ser un gran día. La abrazo, le beso la nuca y sonrío cuando se remueve.

—Tu teléfono está sonando —murmuro.

—¿Mmm?

El tono de llamada sube de volumen y me sorprende que Daniela siga sin moverse, porque empieza a ser insoportable. Me estiro sobre su cuerpo, hacia la mesita de noche, y miro la pantalla.

—Es tu padre, ¿quieres que lo coja yo?

Eso la despierta de inmediato, lo que me hace reír más. Se sienta en la cama despeinada, con los ojos hinchados y completamente desorientada, pero cuando me ve, sus labios esbozan una pequeña sonrisa y me quita el teléfono.

—Es mejor que lo coja yo.

Descuelga el teléfono y, aun sin tener el manos libres activado, oigo perfectamente a Germán.

—¿Dónde estás?

Bueno, como saludo no es gran cosa, pero es que... es Germán. Entiendo que esté de los nervios pensando que su niñita de casi veinticinco años no ha dormido en casa.

—Te dije que tal vez dormiría en el estudio. Buenos días, papá. 

—Es el día del algodón de azúcar y los puzles. Tienes que venir. 

—Oye, papá...

—Es una tradición.

—Solo lo hicimos el año pasado.

—Por eso, si lo hacemos hoy, será oficialmente una tradición.

—Papá...

—Tus hermanas te están esperando.

Que sea capaz de oír toda la conversación me da una idea del tono que está usando Germán, o es que ese teléfono tiene el mejor altavoz del mundo. En cualquier caso, Daniela parece incómoda y su ceño se ha fruncido tanto que no puedo evitar sonreír. Sé bien que adora a su padre, pero odia recibir órdenes y eso, sin duda, lo incluye a él.

—Oye, papá...

—¿Qué tienes más importante que hacer? —pregunta él sin dejarla hablar, consciente de que está intentando negarse—. Entiendo que te estés independizando, pero te estoy pidiendo que convirtamos esto en tradición. Vamos, hija, ¿no puedes darnos el gusto? ¿A tus hermanitas que te adoran?

Daniela me mira con el ceño fruncido, creo que es porque se ha notado que intento aguantarme la risa. El chantaje emocional de Germán puede ser muy obvio, pero, en el fondo, hay algo tierno en el modo en que intenta estar cerca de su hija, pese a que esta esté dejando el nido, o quizá precisamente por eso.

Decido ayudar a Daniela, aunque cuando le quito el teléfono su cara de espanto me hace pensar que igual ella no va a tomarlo como una ayuda, pero ya he empezado y no puedo detenerme.

—Hola, Germán. ¿Yo también estoy invitada?

—¿Poché? —Su sorpresa es tal que no dice nada más.

—Sí, ahora soy la vecina de tu hija y justo he venido a invitarla a desayunar. Si la convenzo de ir a tu casa, ¿qué me das?

—Hija, no juegues con fuego si no quieres quemarte —me advierte.

—Creo que merezco ciertos privilegios por llevártela.

—¡No soy un perro ni una niña pequeña! —se queja Daniela—. ¡No tienes que llevarme a ningún sitio!

Se cruza de brazos y, cuando se da cuenta de que se ha olvidado de la sábana y, por lo tanto, estoy viéndole sus preciosos pechos, me fulmina con la mirada y le da un tirón a la sábana para taparse. Me río, pero enseguida me centro en la voz de Germán. 

—Te concederé el honor de atar conmigo el muñeco de nieve el año que viene y así tendremos dos tradiciones, en vez de una. 

—Eso es beneficioso para ti, no para mí. 

—¿Cómo que no?

—¿Qué gano yo?

—Mi compañía, ¿te parece poco?

Hasta yo sé cuándo hay que dejar de jugar con Germán. Este es el momento idóneo, así que me río por respuesta y acepto su oferta.

—De acuerdo, iremos para la hora de comer, ¿qué te parece?

—¡Fantástico! Me encanta cuando la familia se une por placer y nadie tiene que obligar a nadie.

Cuelga el teléfono y me alegro, porque la carcajada ha sido inevitable. Eso de no obligar...

—No sabes lo que has hecho —murmura Daniela—. Mi padre no va a tragarse que estés tan temprano en casa solo para desayunar. Te va a someter a un interrogatorio tremendo.

—Bueno, en algún momento tengo que enfrentarme a mi temido suegro. 

—¿Suegro?

Su sorpresa es tal que me tenso. Mierda, ¿la he cagado? A ver, es cierto que no hemos hablado de esto en serio, pero se supone que lo que tenemos no es solo un rollo. O al menos no lo es para mí. Empiezo a ponerme nerviosa. Tendríamos que haber hablado de ello antes de que yo la cagara y generara una situación incómoda. Y ella no deja de mirarme buscando una respuesta.

Mis opciones son claras. 

Uno: miento y hago como que era una broma, en cuyo caso solo voy a librarme de una mala situación si ella considera esto un rollo. Y si no es así y lo considera serio, voy a cagarla a lo grande.

Dos: admito que para mí es mucho más que un lío y, si ella no se siente igual, tendremos una charla incómoda y dolorosa, pero al menos seré sincera.

En definitiva, el dilema está entre tener una crisis por una verdad o por una mentira. Y, como no deja de mirarme, elijo la verdad.

—¿No lo es?

A ver, podría haberme abierto un poquito más, pero lo de dejar la pelota en su tejado no lo veo del todo mal como táctica. Esta vez es ella la que tiene pensamientos frenéticos y ansiosos, se lo puedo ver en la cara. No sé qué tipo de procesos mentales hace, pero, al final, carraspea y encoge los hombros.

—No lo sé. ¿Sí? O sea, supongo que sí, ¿no?

Sonrío como una imbécil, no me veo, pero estoy segura y, aun así, no me importa. Tiro de su cuerpo hacia abajo, la tumbo en el colchón, me deshago de su sábana y cubro su cuerpo con el mío. Mejor. Mucho mejor.

—Sí, ya lo creo que sí...












XOXO 

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Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora