CAPITULO 4

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POCHÉ.

Llego a casa con Snow en brazos después de que me haya arañado dos veces por atreverme a sacarlo del hotel, pero no me importa porque tengo una misión que cumplir y él tiene que ayudarme.

—Poché, ¿de verdad crees que es buena idea hacerle pensar a Daniela que el gato ha desaparecido? Adora a esa bola de pelo.

Me quedo mirando a Sebas mientras entra y se tira en mi sofá como si fuera suyo. Arrugo el entrecejo porque, por más que odie admitirlo, pasa tanto tiempo aquí que en realidad es como si viviera conmigo. Lo único que no le da el título oficial de habitante es que no paga el alquiler.

—Oye, si vas a dormir aquí otra vez, tenemos que hablar del tema de los gastos.

—Poché, que soy tu amigo.

—¿Y qué? No puedes vivir de mi alquiler y comerte mi comida a diario sin colaborar un mínimo. Este sitio no se paga solo —digo abriendo los brazos para abarcar mi apartamento.

No es que sea inmenso. Nueva York no es una ciudad barata. Vivo en Murray Hill, pero aun así el alquiler es elevado y Sebas come como si llevara meses sin hacerlo. El apartamento en sí tiene una cocina en forma de U gracias a una barra que sirve para separarla de la zona del salón, que es pequeño pero funcional. Tiene un sofá cama de dos plazas, una mesa de cristal, un televisor y una chimenea de piedra que fue, en parte, la causante de que eligiera vivir en él. Aparte de eso, hay dos habitaciones, un pequeño baño con ducha y... nada más. Repito: esta es una ciudad cara.

No es enano, tampoco es enorme, pero es suficiente para vivir y una de las grandes ventajas es que no tengo que compartir piso con nadie extraño. Estoy demasiado habituada a estar sola, así que para mí sería complicado convivir con alguien a quien apenas conozco.

Miro de nuevo a Sebas que, en vez de responderme, se ha hecho con el mando de la tele y está pasando canales sin concentrarse en ninguno. De verdad, es importante que empiece a entender que no puede invadir mi casa, pero no será hoy, porque Snow acaba de arañarme de nuevo, así que lo suelto en el sofá y lo miro mal.

—Oye, tú eres mío, aunque se te olvide. Fuiste mi regalo de Navidad de hace años. ¡Años!

Me gustaría decir que el gato entiende mis palabras, pero ni siquiera me mira, lo que provoca la risa de Sebas, que ve superentretenida toda esta situación.

—Joder, estás desquiciada —me dice riendo—. Si te dedicaras a ligar con otras chicas la mitad de tiempo que dedicas a joder a Daniela, serías la que más folla de esta gran ciudad.

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Puedo tener sexo y joder a Daniela. Soy lo bastante productiva como para hacer las dos cosas y hacerlas bien. —Admito que mi tono es un tanto egocéntrico y quizá por eso la risa de Sebas llena mi salón.

—Lo que tú digas.

El gato..., MI gato, se le sube encima y se acurruca entre sus piernas. Vuelvo a mirarlo mal. Snow nunca, jamás, ni una sola vez en su vida ha querido acurrucarse conmigo. Y estoy a punto de quejarme en voz alta, pero mi teléfono suena interrumpiendo mis pensamientos.

Lo saco del bolsillo y miro la pantalla. Sonrío al ver el nombre de German Calle y contesto.

—¿Sí?

—Hola, hija, ¿cómo te va?

Ignoro el pequeño estallido contradictorio que resuena dentro de mí cuando me llama «hija». En realidad, sé que lo hace con cariño y ni siquiera se da cuenta, así que simplemente sonrío y me concentro en que su respiración parece más agitada que de costumbre.

Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora