CAPITULO 35.

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POCHÉ.

17 de diciembre

Entro en el hotel animada. Hoy es el amigo invisible y, después del día de ayer con Daniela, no puedo esperar para darle el regalo. En realidad, si me paro a pensarlo, me siento un poco imbécil. Quiero decir, es tan obvio que me alegra tenerla de vuelta en mi vida que a veces me pregunto si no me estaré arrastrando de más, pero entonces recuerdo los paseos, las comidas y las risas que hemos compartido estos días y me digo a mí misma que no, no estoy arrastrándome. Estoy recuperando una amistad que me importaba y dejé ir por los motivos equivocados. Nada más. Daniela es una amiga y..., bueno, quiero sentirla como tal. Eso sí, en voz alta no lo digo porque, al parecer, Sebas tiene otra opinión y está deseando que se le presente la oportunidad para compartirla conmigo.

El turno es tedioso. Apenas veo a Daniela ni a nadie. Hay que cerrar el año, el tiempo se agota y el papeleo es excesivo. Hay más trabajadores que se ocupan de ello, claro, pero algunos días solo quiero que pase la Navidad, al menos en este aspecto.

Luego recuerdo que gracias a estas fechas y el calendario de adviento de mis abuelos estoy recuperando a mi Daniela y...

No.

Daniela.

A secas.

Estoy recuperando a Daniela. Sin el «mi».

Así mucho mejor.

La puerta se abre y, aunque por un instante mantengo la ilusión de que sea ella, resultan ser mis abuelos. Que no es que me queje, de todos modos, no tiene ningún sentido que ella venga hoy al despacho.

—Hola, querida, ¿cómo estás? —pregunta mi abuela mientras toma asiento frente a mi escritorio.

—Muy bien, abuela, ¿qué tal tú? ¿Y tú, abuelo?

Ellos sonríen con la dulzura de siempre, pero hay algo... Tienen una mirada que conozco bien. Es la mirada que ponen cuando tienen que decirme algo que no saben si va a gustarme o no.

—Todo está genial. En realidad, venimos a hablar contigo de un mero trámite — dice mi abuelo.

—Tú dirás.

—Estos días hemos estado hablando con el bufete que lleva los temas del hotel y nuestros asuntos propios, ya sabes —empieza mi abuela.

—Ajá.

—Bueno, pues el caso es que...

—Hemos hecho testamento —dice mi abuelo de sopetón, dejándome con la boca abierta.

—¿Qué?

—Que hemos actualizado el testamento y hecho, según nosotros, la versión definitiva.

—Querido... —Mi abuela mira mal a mi abuelo, pero él no se detiene.

—No es nada malo, Nora. Hacer testamento es un hecho que indica que somos responsables y...

—Querido... —Mi abuela lo mira más seria, pero, en realidad, creo que intenta señalarle hacia mí.

Digo que lo intenta porque se me ha nublado la vista. No consigo ver con claridad, aunque me empeñe en enfocar, y un ruido ensordecedor y brutal me llena la cabeza. Como si una lavadora se hubiese puesto a centrifugar con todas sus fuerzas.

—Poché...

No sé bien quién de los dos me llama. Creo que los dos. Me gustaría decir que la respiración en mi pecho es acelerada, pero no es eso, o no la noto. De repente, el aire no entra en mi cuerpo a la velocidad que este necesita para poder gestionarlo. El mareo llega tan de pronto que agradezco estar sentada y, aun así, me aferro con las manos al escritorio por miedo a caerme. Noto unas manos en mi espalda, subiendo y bajando a un ritmo acompasado y constante y me esfuerzo por concentrarme en su voz. En sus voces, las de los dos.

—Todo está bien —susurra mi abuela—. Todo está bien, cariño.

—Estamos aquí —sigue mi abuelo—. Esfuérzate por respirar, chica, vamos. Sabes bien cómo se hace.

Lo sé. Por desgracia, vivimos muchas escenas de estas cuando mis padres murieron. Y ahora ellos han hecho testamento y... y...

—¿Os estáis muriendo?

No sé cómo consigo que las palabras salgan de mi cuerpo, pero sé que deben de sonar mucho más bajo de lo que yo creo, porque ni mi abuelo ni mi abuela hablan de inmediato.

—Nadie se está muriendo —me asegura mi abuela. Siento su mano en mi barbilla y me gira la cabeza con lentitud, consciente de que los mareos siguen. Me hace mirarla de frente y de cerca. De muy cerca. Incluso con la vista borrosa, soy capaz de distinguir sus rasgos—. Mírame, María José Garzón: nadie se está muriendo. Respira hondo, cielo. Puedes hacerlo.

Lo intento. Me concentro en el pensamiento de que no se está muriendo y parece muy sincera. No me lo diría si no fuera verdad. Ella no es de mentir. Intento respirar y, aunque al principio me cuesta, poco a poco y a base de respiraciones más o menos profundas, consigo calmar a mi mente lo suficiente como para centrarme en ellos.

—El testamento... —murmuro.

—Es un mero trámite —me asegura mi abuelo—. Nadie está enfermo, o al menos no con algo nuevo y de gravedad. Tenemos visitas con los médicos que nos controlan y todo está exactamente igual que ayer, pero el testamento es algo que hay que hacer, hija.

—Pero...

—Es un formalismo para que no tengas ningún problema cuando faltemos uno de los dos. O los dos —añade mi abuela—. Sé que te cuesta hablar de esto, pero hay que estar preparado y ser cauto, cariño.

Asiento. Entiendo eso. O sea, mi parte objetiva lo entiende sin problemas. La parte emocional no deja de entrar en pánico cada vez que pienso que puede pasarles algo. Son mayores, van a morir en algún momento, pero yo, simplemente, no puedo concebir la idea. Ni pensarla. Ni gestionarla de ninguna de las maneras.

—Estoy bien —miento—. Estoy bien, perdón por el susto.

Ellos vuelven a sus asientos y me cuentan que solo han actualizado el testamento para incluir los últimos bienes que han adquirido. En realidad, no hay mucho que decir, todo pasará a ser mío algún día, pero aun así me explican los detalles mientras yo asiento e intento mantenerme profesional.

Después de preguntarme no una, sino varias veces si estoy bien y asegurarles todas y cada una de ellas que sí, que estoy perfecta, salen del despacho. Entonces me retrepo en el sillón y cierro los ojos, exhausta.

Mala idea. Los mareos vuelven, así que los abro y me concentro en respirar una vez más.

Quiero irme a casa, tomarme algo que me alivie el embotamiento y descansar, pero no es posible porque tenemos el amigo invisible, así que abro el cajón de mi escritorio, saco el regalo que tengo preparado para Daniela y trago saliva.

Todo irá bien. Con un poco de suerte, ella ni siquiera notará que ahora mismo estoy tan cansada a nivel emocional que apenas sirvo para mantener una conversación coherente.

Y si lo nota, siempre me quedará la mentira, porque confesarle a Daniela que una parte de mí convive con el terror que me producen mis propios pensamientos, desde luego, no es una opción.




















Actualizaré lo mas posible!
Xoxo
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Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora