POCHÉ.
23 de diciembre
Entro corriendo en el hospital al que han traído a mi abuelo. Intento controlar el pánico, pero creo que no lo estoy consiguiendo. Y digo creo porque en realidad no soy muy consciente de mis acciones en este instante.
Desde que mi abuela me ha llamado para decirme que mi abuelo se ha caído saliendo de la ducha siento una bruma en la cabeza que no me deja pensar con claridad. Me ha dicho que no me preocupara, pero que tenían que llevarlo al hospital para revisarlo. Pero sé que, aunque pretendía sonar calmada, no lo estaba en absoluto.
Me he vestido a toda prisa, junto con Daniela, y hemos cogido un Uber que ha tardado una vida en traernos al maldito hospital. Ella no ha dicho prácticamente nada en todo el camino, lo que es de agradecer, no porque no quiera oírla, sino porque no sé si seré capaz de mantener una conversación ahora.
Error. No soy capaz. Sin ningún tipo de duda.
Me acerco al mostrador y casi le suplico a la recepcionista que me dé información.
—¿El nombre del paciente?
—Carlos Garzón. Ha llegado de urgencia hace un rato. Se ha caído al salir de la ducha —aclaro, no sé por qué, como si hubiera un maldito departamento solo para ese tipo de accidentes.
—Un segundo.
Quiero gritarle. No sé qué me pasa, estoy desesperada y vuelvo a respirar mal. Me cuesta muchísimo coger aire, es como si tuviera que esforzarme en recordar que primero se inspira y luego se espira. Como si mi cuerpo, en momentos como este, se negara a hacerlo por sí mismo. ¡Se supone que tiene que mantenerme con vida! En cuanto pasa algo en vez de ayudar, se niega a colaborar.
La recepcionista nos da las indicaciones para llegar hasta donde tienen a mi abuelo. Le doy las gracias precipitadamente y vuelvo a correr por los pasillos, consciente de que Daniela me sigue en silencio.
O al menos, eso creo yo, porque en algún momento llega hasta mí su voz y me giro sorprendida. Me doy cuenta de que, en realidad, sí intenta hablarme, pero es como si no consiguiera oírla. Me encantaría hacerlo, pero ahora mismo no puedo pensar en nada que no sea mi abuelo, así que vuelvo a girarme y la ignoro.
Llegamos por fin a una sala en la que mi abuela espera con el semblante serio y los ojos enrojecidos. Me vengo abajo en ese mismo instante. Mi abuela es una persona muy sensible, pero no es dada a las lágrimas. Se emociona a menudo, pero no llora con facilidad. Ahora mismo, sin embargo, tiene los ojos tan colorados que sé, sin necesidad de que hable, que ha estado llorando un buen rato.
—Cariño...
—¿Cómo está?
—Bien, bien, lo están operando.
—¿Operando? ¿Cómo que operando?
Estoy mareándome. Mierda, maldito cuerpo que no acompaña a mis emociones. Necesito estar a la altura y en lo único en que puedo pensar es en que están operando a mi abuelo y que mi abuela, de pronto, se mueve mucho, pero la realidad es que ella sigue sentada y la única al que le da vueltas todo es a mí.
—No es grave, o no debería serlo. De verdad, Poché, siéntate y respira.
—¿De qué lo están operando? —insisto.
—Se ha partido un brazo y, al parecer, tienen que operarlo antes de poder inmovilizárselo con una escayola.
—Pe-pero... ¿por qué no le han puesto la escayola y ya está?
—Ha sido un golpe muy fuerte, querida.
—¿Cómo se ha caído?
—No lo sé. Se levantó de la cama diciendo que tenía mucho calor y que necesitaba una ducha. Le insistí en que era muy tarde, pero se empeñó diciendo que yo había puesto la calefacción demasiado alta. Ya sabes lo mucho que odia sudar en la cama.
Lo sé. Mi abuelo es muy caluroso y mi abuela es muy friolera, así que se pasan los inviernos discutiendo porque, si se pone la calefacción al gusto de mi abuela, mi abuelo se pasa la noche sudando. Si se pone al gusto de mi abuelo, mi abuela se pasa la noche helada y tiritando, por muchas mantas que use. Siempre ha sido así y no es la primera vez que mi abuelo se levanta a medianoche o aún más tarde para ducharse y refrescarse, pero nunca pensé que algo tan tonto acabaría generando un accidente de manera indirecta.
—¿Se ha hecho algo más? —Mi abuela carraspea, emocionada de nuevo, y el miedo vuelve a apoderarse de mí.
—Poché, necesitas calmarte y respirar —me dice—. Estás muy nerviosa, cariño.
—¿Se ha hecho algo más? —insisto.
—Ha sido una caída un poco tonta, pero muy aparatosa. Le han hecho pruebas en la cabeza por si hubiera algún problema, porque se queja mucho de haberse dado en la nuca con las baldosas de la ducha. Estamos esperando resultados por si hubiera traumatismo craneoencefálico, o algo así me han explicado los médicos. Hija, la verdad es que yo no entiendo mucho.
—Traumatismo...
Esta vez no es la sala la que gira, sino yo misma. Siento que me fallan las rodillas y el aire, simplemente, se extingue de la habitación.
Traumatismo craneoencefálico. Es posible que mi abuelo tenga algo así mientras está en un quirófano operándose el brazo. Y todo eso ha ocurrido mientras yo estaba en mi cama con Daniela, disfrutando de la vida y el sexo y completamente despreocupada de todo lo demás. Como si solo importara mi felicidad. Como si... como si...
—Poché. —La voz de Daniela llega amortiguada, pero no consigo oírla bien—. Poché, tienes que sentarte.
Entiendo sus palabras, pero no soy capaz de darles un sentido. Ella tira de mi cuerpo y el mareo aumenta, así que me aparto. Intento mirarla, pero su cara está borrosa y es como... Joder, es como tener la peor borrachera de mi vida.
—Déjame —susurro. O creo que susurro.
Estoy demasiado mareado e inestable. Si tira de mí ahora, me voy a caer. Y si me caigo, a lo mejor me acabo partiendo algo. Y mi abuela no necesita que yo también me parta algo. Mi abuela ya ha sufrido bastante.
—Poché... ¡Poché!
—¡Que me dejes! —grito.
Soy consciente de que grito porque, en ese mismo instante, mi abuela intenta hacer que la mire y, cuando me habla, su tono es muy serio.
Me gustaría decir que soy plenamente consciente de lo que sucede a continuación, pero no es así. De pronto, llega más gente a la sala y, aunque en un principio creo que solo vienen a regañarnos por haber gritado, segundos después noto algo en mi mano y, cuando miro a la enfermera, me ofrece un vaso de agua.
—Tómatelo —entiendo—. Tienes que tomarte esto.
Obedezco como un autómata. Me trago la pastilla que me ofrecen y, el movimiento de alzar el brazo hace que me caiga al suelo antes de que pueda remediarlo.
Mierda, justo lo que no quería. Tengo que levantarme, joder. Tengo que dejar de preocupar a la gente que quiero. ¿Por qué no puedo comportarme como cualquier persona normal? ¿Por qué mi mente y mi cuerpo se empeñan en tratarme así cuando las cosas se ponen difíciles? ¿Y por qué todo esto ha tenido que pasar otra vez a escasos días del maldito día de Navidad?
Xoxo
Cookischispitas
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Imperfectas Navidades | CACHÉ
RomanceDaniela Calle odia la Navidad. Y a María José Garzón. María José odia que Daniela sea tan testaruda, orgullosa y rencorosa. Y también odia que ella se empeñe en hacerle la vida difícil sin importarle que sea su jefa. Nora y Carlos, abuelos de María...