CAPITULO 54

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DANIELA.

Tiene que ser una broma. Una de muy mal gusto, además.

No me creo que esté en el salón de mi casa frente a mis jefes, la nieta imbécil de mis jefes, alias «ex imbécil», Lucía enfocándome con el teléfono, Sebas con la boca llena de comida, mis hermanas tirando papelillos de colorines y mi padre mirándome como si yo tuviera diez años, me acabara de regalar un viaje a Disney y estuviera esperando mi reacción.

En serio, ¿qué espera? ¡Le dije que no quería una fiesta! No quería celebrar mi cumpleaños, no quiero nunca, pero este año en concreto tenía una razón de peso y es que mi estado emocional es un asco. Me da igual que hoy sea Navidad. Me da igual que sea mi cumpleaños. No me interesa celebrar ni lo uno ni lo otro, pero toda esta gente ha venido a verme y supongo que mandarlos a la mierda me haría quedar fatal, así que me esfuerzo al máximo por componer una sonrisa y me obligo a recordar que todos me quieren y están aquí por eso.

Bueno, todos no, es obvio. Poché está aquí, pero no sé por qué. Tampoco sé por qué sonríe, como si no pasara nada. ¡Como si no llevara dos días llorando por su culpa!

Me encantaría arrancarle los ojos.

A ver, no me gustaría de un modo literal, porque es muy sangriento, pero ya me entiendes.

—¿Qué te parece? —pregunta mi padre—. Estamos aquí para celebrar tus veinticinco años de vida, regalito. ¡Y porque te queremos mucho!

El primer impulso es exigirle que deje de llamarme así, pero, de nuevo, me lo pienso mejor y sonrío con una falsedad descarada, incluso para mí.

—Ha sido una gran sorpresa. ¡Gracias a todos!

—Dios, qué mala actriz eres —dice Sebas con los carrillos llenos de comida—. Venga, anímate, ¡hay tarta!

La situación es incómoda, pero, al parecer, esas palabras de Sebas provocan risa en más de uno y suavizan el ambiente lo suficiente como para que todo el mundo se disperse y tomen asiento alrededor de la mesa.

Yo lo intento, de verdad, me esfuerzo por adaptarme a la situación, disfrutar de la compañía de Nora, Carlos, Lucía y Sebas, pero la presencia constante de Poché me lo hace imposible, así que, unos minutos después, mientras mi padre reparte vasos con su tequila favorito entre los invitados, yo decido ser una persona adulta racional y madura y encerrarme en el baño.

El problema es que, nada más entrar, me encuentro con una maceta enorme en la que hay plantado un pequeño abeto natural de un metro y medio de alto, más o menos. Frunzo el ceño, porque no sé qué hace esto aquí, pero cuando estoy a punto de salir y preguntar, la puerta se abre y entra Poché.

—¿Qué demonios haces? —pregunto mientras pienso que este baño es demasiado pequeño para las dos. Y mucho más para las dos y el abeto que ocupa parte del espacio.

—Tenemos que hablar.

—¡No! —exclamo—. No tenemos que hablar de nada y no deberías entrar aquí sin permiso. ¡Podría haber estado haciendo pis! ¡O algo mucho peor! ¿Qué te pasa?

—Me pasa que estoy desesperada por hablar contigo.

—Oh, vaya, eso sí que es una novedad.

—Daniela, sé que estás enfadada y tienes todo el derecho del mundo, pero necesito hablar contigo.

—¿Y tiene que ser en el maldito baño?

—Es el baño o el salón, donde vamos a tener un montón de testigos. Tú eliges.

Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora