CAPITULO 51.

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POCHÉ.

24 de diciembre

—Esto es una locura. Apenas has salido del hospital esta mañana —le digo a mi abuelo.

Tiene buena cara, pese a lo mucho que se queja de que le duele el culo. Al parecer, es lo que se llevó la peor parte, quitando el brazo, así que le cuenta a todo el mundo que cree que se ha partido el trasero, pero nadie le hace caso. Supongo que es gracioso, porque Sebas no deja de reírse cada vez que lo dice, pero yo aún intento reponerme del susto.

Anoche lo dejaron en reposo toda la noche y, esta mañana, teniendo en cuenta que es víspera de Navidad, el doctor nos ha dicho que lo iban a dejar ir a casa con la condición de que tuviera reposo relativo y que les consultáramos si tuviera fiebre o molestias nuevas que, de momento, no ha tenido.

En lo que a mí respecta, estoy agotada porque me pasé la noche en el hospital y llevo todo el día negándome a dormir, pero eso es porque siento que, cuando estoy cansada, estoy más tranquila. O adormecida. Y también porque tengo miedo de tener pesadillas.

Cuando mis padres murieron, las pesadillas llegaron de pronto. No se lo conté a nadie, ni siquiera a Daniela, pero me pasaba semanas enteras con sueños horribles y recurrentes que me dejaban agotada. Aun así, prefería eso a las noches en las que dormía bien porque, al despertar, sentía que ni siquiera me merecía dormir en paz. Como si yo fuera la culpable de lo malo que me ocurría en la vida...

No. Dormir no es una opción, aunque sea algo que me haya recomendado todo el mundo, incluido Sebas, y eso que deduzco que está enfadado conmigo desde anoche. Cuando salimos a tomar el aire, me dijo que hablaríamos en serio cuando se me pasara el efecto del calmante y que era una capulla. Lo miré durante un rato, pero no me dijo nada más.

Podría hacerme la tonta y decir que no sé a qué viene, pero me temo que sí lo sé.

—No es ninguna locura. —Me concentro en mi abuelo, que está respondiéndome —. Me encuentro bien, si quitamos el dolor de culo, y ya ayer no hubo actividad por mi culpa. Haremos la de hoy porque, además, creo que la necesitamos más que nunca.

—Es demasiado. ¿Por qué no dejas que simplemente descanse todo el mundo? Hemos hecho muchísimas actividades, todas las relaciones que estaban mal se han arreglado y...

—Todas no.

Mi abuelo me mira desde el sofá de su apartamento, donde está sentado junto a mi abuela. Aún me impacta ver su brazo escayolado, pero, ahora que el pico de ansiedad máximo ha pasado, voy de bajada y solo siento un agotamiento extremo. Claro que, de nuevo, lo de no haber dormido debe de tener gran parte de culpa.

—Abuelo...

—¿Por qué no está Daniela aquí?

—Porque estará en casa, imagino —digo intentando hacerme la tonta.

—La abuela dice que fue al hospital anoche, que llegó contigo.

—Ajá.

—Estabais juntas. —No contesto, la respuesta es evidente y los dos lo sabemos—. Bueno, eso no importa ahora. Haz lo que te digo.

—Abuelo...

—Hazlo, Poché.

Me gustaría negarme, decirle que no me apetece y que, además, deberíamos pasar el día de hoy y el de mañana solos y juntos en el apartamento, como hemos hecho siempre.

A lo largo de estos años han invitado a mis abuelos a distintas fiestas en Navidad y nunca han ido por mí, porque yo no quería pasar el día con nadie más. Aunque les decía que estaría bien sola, se negaban a dejarme, así que para mí es una novedad que esta vez no quieran concederme ese deseo. Sé que puede sonar un poco egoísta, pero lo único que quiero es... es... un poco de paz. Nada más.

Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora