–Gracias por acompañarme a mi departamento; no era necesario– le agradezco a Daniel su compañía.
–Es un placer. Además, tengo unos pendientes que hacer justo por este rumbo– sonríe, y subimos los escalones para llegar a mi departamento.
Llegamos a la puerta. Saco mi llave, y la meto por el cerrojo, abriendo la puerta.
–Muchas gracias por tu compañía, Daniel. Me ayudaste a sentirme menos sola– le sonrío.
–Gracias a ti, también.
Estoy a punto de girar la perilla, cuando alguien del otro lado de la puerta la abre por mí. Volteo para ver quién es.
–¡Mamá! Regresaste temprano– la abrazo, pero ella me aparta lentamente.
–Buen día– dice ella de manera seria, mirando a Daniel. "No me gusta ese tono", pienso.
Él saluda. –Má, él es el interno a cargo de mi residencia. Daniel.
–Soy el Doctor Johnson– él le tiende la mano, y mi madre lo saluda.
–¿Emergencias?– pregunta ella.
–Así es– contesta Daniel, asintiendo.
Ella lo mira desde abajo, hacia arriba. –Gracias por acompañar a mi hija. Lamento no invitarlo a pasar, pero necesito hablar con Paris de inmediato.
–Ah, sí. Claro, por supuesto– "Genial, ahora mi madre puso nervioso a Daniel".
–Gracias, Daniel. Nos vemos en unos días, en mi residencia– le digo, tratando de calmar las aguas.
–Nos vemos, buen día– Daniel se despide con la mano, y mi madre cierra la puerta.
Entro por completo, y me dirijo a mi habitación. Veo que todo sigue tal y como lo dejé cuando fui a la cafetería de Gio, sólo por un detalle: mi guitarra está encima de mi cama.
"Ay, no.."
–Y... – trato que calmar de una vez a mi mamá. –¿por qué regresaste temprano, mamá?
–Lo hiciste otra vez, Paris.
"Hazte la desentendida". –¿Hacer qué, má?
–Bien sabes que me molesta mucho que te hagas la que no entiendes. Tu padre y yo te hemos dicho un millón de veces que no te puedes distraer de tu carrera, y menos con algo tan trivial como la música– "Ahora sí ya se enojó", pienso.
–Mamá, es un hobby.– digo, cansada de la misma plática. –No significa que me distraiga, pero a veces necesito descansar haciendo algo que me gusta, y eso no tiene nada de malo.
–Si quieres ser la mejor residente, no puedes seguir distrayéndote.
Suspiro pesadamente. –Má, no necesito ser la mejor para hacer bien mi trabajo. ¿O acaso papá es el mejor médico de urgencias?
–El tema eres tú, no tu padre.
–¿Entonces toda la vida me tengo que enfocar en una sola cosa? ¿No puedo tener una vida aparte de mi carrera médica?
–No si eso hace que no te enfoques en lo que tienes que hacer. Yo no tengo otras cosas en que pensar, mas que en mi trabajo, ¡y mírame! Soy la mejor cardióloga de la región.
Me cubro mi rostro con las manos. "No quiero ser la mejor, quiero hacer lo que quiero y lo que me gusta", pienso. ¿Cómo poder decirle eso a mi madre, y mejor aún: que lo entienda? Que me comprenda...
Desde que tengo memoria, mis padres me han puesto en esta posición de ser la hija perfecta, la mejor alumna y la profesionista más destacada de mi generación. Entonces como sabrán, el ser una chica común y corriente nunca lo he tenido experimentado. Muchas chicas dirán "¡tienes el privilegio de siempre destacar!" o "lo que daría por ser la mejor, al menos en una categoría", pero a mí nunca se me ha dado el privilegio de escoger. Todo lo que hecho, es por mis padres; para darles orgullo y decirles con mis acciones que valió la pena el que ellos hayan migrado a Estados Unidos.
Siempre que pienso en este tema, termino en este espiral sin terminar. Es como un círculo vicioso: amas a tus padres y haces todo lo que ellos te dicen, pero tú no eres feliz. Sin embargo, si haces lo que quieres y lo que en verdad te da felicidad, a ellos no les parece y te recuerdan que lo que hacen es por tu bien. A veces siento que lo que debería de hacerme bien, no me hace sentir algo... diferente. Como si fuera un efecto placebo.
Suspiro. "Piensa, piensa". –Te prometo que voy a enfocarme en lo que necesito... mamá– digo, derrotada. "No tiene caso seguir discutiendo", pienso.
–Bien, es bueno que lo entiendas por fin. No quiero que el universo te de otra lección de la cual tengas que aprender a la mala– dice, y sin más por agregar, sale de mi habitación y cierra la puerta.
Me siento en mi cama, y sostengo mi guitarra en mis manos. La veo con más detalle, observando sus cuerdas usadas y la madera con la que está hecha. Tiene algunas ralladuras, por el uso (juro que la cuido con mi vida), y el metal de sus cuerdas comienza a desgastarse. Esto hace que recuerde la primera vez que toqué una guitarra.
Estaba en clase de música, cuando tenía 9 años. El maestro se veía bastante desesperado, por no saber enseñarles a tocar una guitarra a niños de primaria, pero yo fui la única que le puso atención. Él lo sabía, porque dejó de mirar a mis compañeros y mejor me lo decía a mí, mirándome directo a los ojos.
–Y luego si pones los dedos así, tienes un Re mayor.
Asiento, acomodo mis dedos lo mejor que puedo y rasgueo la guitarra. No suena como lo hizo el profesor, pero no me desanimo.
–Si sigues practicando, ya no sonará así– dice, y me sonríe. –La clave está en la fuerza de tus dedos; aprieta lo más que puedas y las cuerdas sonarán mejor.
El salón está ocupado por un barullo sin fin; niños a final de cuentas. Pero yo ya no escuchaba a mis compañeros. Ahora lo único que podía escuchar era el rasgueo de ambas guitarras: la mía y al de mi maestro. Sin siquiera recordar cuál era su nombre o cuántos años tenía, conectamos con pocas palabras y un sonido en común: las cuerdas metálicas, un poco oxidadas por las manos que las acariciaron alguna vez. Es un recuerdo invaluable, de cómo yo quiero hacer sentir a la gente con mi música... si es que me dedico a mi pasión.
Conectar, unir... celebrar las conexiones humanas. Hacer sentir bien a la gente sin máscaras ni engaños, porque la música nunca miente. Todo lo contrario a un efecto placebo.
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¡Estoy en la Banda!
RomanceParis Díaz es la hija perfecta, según sus padres: excelentes calificaciones, las mejores recomendaciones por parte de sus maestros y una alumna ejemplar. Sin embargo, ese sueño no es suyo. Y siente que se le acaba el tiempo para poder lograr lo que...