Capítulo 49: Amor inteligente

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Nota: Ícaro es un personaje de la mitología griega al que su padre le hace unas alas, pegando plumas de aves con cera y lo enseña a volar, sin embargo, pese a las abvertencias previas, Ícaro vuela demasiado cerca del sol y este derite la cera de sus alas, a consecuencia, Ícaro cae y muere en el mar.

Tenerla de nuevo entre sus dedos era como un regalo, como si dentro de sí pudiese oír su propia voz gritar "no la dejes ir".

Abrazarla se había vuelto natural para él, como si aquella fuese la forma idónea de sus brazos, algo en el acto se sentía nostálgico. Tenía esa rara sensación de haber encontrado algo en ella que le hacía falta y que ni siquiera sabía que estaba buscando.

Un sentimiento indescriptible le llenó el alma, sabía que iba más allá de la lujuria propia de su naturaleza. Era frío y era calor, era miedo y era necesidad, era demasiado para él, algo con lo que no podía lidiar y a lo que tampoco podía renunciar.

Pero esa dualidad en el espacio significaba otro punto débil, uno tiene que abrir la armadura para dejar entrar a otros, le sorprendió comprobar que la suya tenía fisuras.

Por primera vez desde que dejó de ser un niño, Mitzuru Tashibana volvió a sentirse vulnerable y al comprobar esa necesidad que ella también tenía de él encontró el insufrible placer en serlo.

Entendió que lo que sostenía en ese entonces era su propia debilidad y si la soltaba, bien podía dejar de serlo, no obstante, si analizaba los eventos recientes, soltarla era más un acto de cobardía que de fortaleza.

Mitzuru era un firme creyente de que un hombre tiene la obligación de proteger lo que le importa, había fallado antes y alguien más tuvo que intervenir para salvarla, no podía darse ese lujo otra vez, porque no podía soportar ni siquiera la idea de que fuese destruida.

Y en ese momento, cuando las luces de la ciudad la iluminaron como si las emanase ella, ambos tenían una sola prioridad: Elizabeth.

Ella no quería su amor o su compasión, no buscaba otra cosa en él que así misma. Necesitaba reencontrarse puesto que los pedazos que le faltaban hacían que se tambaleara.

Se sentía como un lienzo en blanco por el que corría buscando cada gota de tinta que la convertía en ella y al acariciarle la silueta con sus manos Mitzuru volvía a dibujarla.

Él solo quería darle todo lo que tuviera, ella solo quería recuperarse a través de lo que había dejado en él.

Mientras lo recorría a besos, hasta encontrar sus labios y luego repartía mordidas por su cuello, buscaba a su propio yo y en las caricias de las yemas de sus dedos sobre los hombros de Mitzuru, dejaba en él su esencia para atraer la que sabía le había dejado por debajo de la piel.

Elizabeth necesitaba que la besara así, tomándola de los cabellos y devorando su cuello como un perro hambriento.

Que abriera el listón de su bata, la tomara por los hombros, la deslizara al suelo y a través de la imagen lujuriosa que reflejaban sus ojos, la contemplará desnuda para que ella pudiese recordar con exactitud su propia imagen.

Cuando Mitzuru la tomó de las caderas, la levantó y la penetró despacio mientras exhalaba un suspiro, ella lo tomó del rostro como absorbiendo el calor del mismo y lo guardo muy dentro de su pecho hasta que fue capaz de emanar el propio.

En el furor que compartía la unión de sus cuerpos, ella tomó de él cada gramo perdido de su ser, él la recostó sobre el taburete y entre besos y jadeos se desbordó sobre su cuerpo.

A orgasmos borró sus lágrimas y en besos le devolvió su alma.

Al fundirse en ella hasta perderse, Mitzuru le entregó la percepción que tenía de su persona, la presentó consigo misma una vez más y esa mujer, a Elizabeth le pareció maravillosa. Porque la forma en que Mitzuru la veía la hacía sentir la mujer más hermosa del mundo.

Costo y BeneficioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora