Capítulo 66: Un desconocido

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Mitzuru la sostuvo de la espalda y evitó así que cayera del todo, Maia lo dudó, sin embargo, no quería que la chica saliera irreparablemente herida, por lo que, se apresuró a tomar el teléfono de su escritorio, llamó a Ryu y le dijo que llevase el auto a la entrada del edificio. Tenían que ir al hospital.

Mitzuru cargó a Elizabeth igual que una princesa y la llevó al ascensor, Maia lo acompañó para abrirle las puertas. Dentro del ascensor, él trató de despertarla.

—Elizabeth—la llamó elevando su cabeza—, despierta ya, ¿qué tienes?

La preocupación era clara en el tono de su voz. Maia pensaba que él dolor que la hacía sentir cuando era cruel con ella no podía ser superado por nada más, fue otra cosa en la que estaba equivocada. Escucharlo ser tan dulce con Elizabeth, aun en su presencia, como si no hubiese nada ni nadie más en el mundo, más allá de la mujer entre sus brazos. Eso fue lo más doloroso que escuchó de él alguna vez.

Cuando el elevador se abrió, Ryu ya estaba ahí, al ver que Mitzuru cargaba a Elizabeth, el chofer fue quien se ocupó del asunto de abrir las puertas. Maia se quedó viendo todo el rato, no dio un paso afuera del elevador, ni siquiera pulsó el botón para cerrarlo, permaneció inmóvil hasta que todos los demás se perdieron de su vista sin que ninguno se percatara de su presencia.

Mitzuru sostuvo a Elizabeth durante todo el trayecto. La llamó una y otra vez, acarició su rostro, la sacudió un poco, no logró hacer que abriera los ojos. Finalmente, al llegar a urgencias, la tuvo que soltar.

Odiaba esa sensación, la innegable realidad de que estaba atrapado en una situación en la que él no tenía el control. Encima las personas que lo tenían se tomaron años en darle razón alguna de Elizabeth. Lo único que hicieron fue darle un formulario para llenar.

¿Tipo de sangre?, ¿alergias?, ¿cómo se supone que él sabría algo de eso? No tuvo más remedio que llamar a alguien que lo supiera. Por supuesto, recurrió al teléfono de Edvin Marcovich, pero las tragedias nunca vienen solas y obviamente, quien respondió fue su mujer.

—¿Bueno? —escuchó la voz femenina al otro lado de la comunicación.

—Señora Marcovich, buenas tardes —dijo en voz neutral. ¿Buenas tardes?, ¿quién dice eso en un drama como ese?

—Señor Tashibana—respondió con marcada ironía—, justo la persona con la que quería hablar.

—¿Se encuentra su esposo?

—Está buscando trabajo—mencionó con desdén.

—Que innecesario. Le di dos semanas de vacaciones.

—Con lo que le hace a mi hija, debió darle por lo menos un mes.

—De eso quería hablarle, su hija—respiró profundo —, está en el hospital.

—¿Qué cosa? —la voz de Lucrecia se volvió más rápida y mucho menos estable—, ¿por qué?, ¿qué le hizo? Le juro que, si le pasó algo, se lo diré todo a la prensa y lo voy a demandar.

—Cálmese. No le hice nada, solo se desmayó de repente.

—Si no es nada, ¿qué está haciendo allí? —replicó Lucrecia— La gente no se desmaya de repente por nada.

—No lo sé, yo... solo necesito que me de algunos datos para el formulario.

—¿Qué hospital es?

—El memorial en Manhattan.

No había terminado de decirlo cuando Lucrecia colgó el teléfono. En quince minutos cruzó la puerta de entrada, acompañada de Nico Salcedo.

Lucrecia no lo saludó, aunque Mitzuru se paró a recibirla, ella solo le arrancó el formulario de las manos.

Costo y BeneficioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora