Capítulo 2: Alguien como yo

765 80 228
                                    

Durante el frió camino a casa, Elizabeth aprovechó el tiempo para reflexionar sobre lo que tendría que hacer con este bebé.

Aunque tuviese a ese bebé en brazos, ¿qué iba a hacer con él? ¿dárselo a alguien más para que le hiciera quién sabe que sin que ella pudiese reclamárselo o impedírselo?, ¿quedárselo y después qué?, ¿se convertiría en una persona miserable, ¿sería un delincuente? ¿y todo sería culpa de su madre?

Pobrecillo. No era más que un niño condenado producto de la unión de una rubia inútil y uno de esos idiotas que decía amarla, la utilizó y luego la boto como basura.

"Sí, basura es lo que yo sería como madre".

"De todas formas", cuestionó la parte consciente de su cabeza, "¿cuánto es que cuesta un aborto actualmente?, ¿dónde puede alguien realizarse uno de esos?, ¿puedo hacerlo sin que lo sepan mis padres?"

Ya tenía 20 años, entonces, ellos no tenían por qué saberlo, ¿cierto? pero, ¿qué pasaría después?, ¿volvería a la universidad?, ¿podría?, ¿y si se encontraba con él allí, qué haría, fingir que nada paso?

¿Por qué no? Lo cierto era que era buena para eso.

Sabía lo que tenía que hacer; Se efectuaría un aborto, volvería a la universidad y continuaría con su vida como si nada hubiese pasado.

Como si pudiera hacer algo como eso.

Para cuando bajó del autobús, el cielo se había oscurecido, era verano, pero las estaciones del año nunca importaron para Nueva York. El frío del mundo que la rodeaba, le parecía absurdamente irónico.

A pesar de que llevaba el suéter y las medias moradas, el gélido viento se le metió a través de la ropa por los poros de la piel hasta calarle en los huesos.

A través de la ventana de la panadería "Carlota", Elizabeth observó el bizcocho de queso relleno de moras que más le gustaba. En serio le hubiera gustado una mordida de eso en ese momento.

Recobró el camino a su casa con el corazón en calma, estaba agradecida con el cielo pues, sin importar cuán grande era su problema, tenía suerte de que podía esperar hasta mañana.

Había planeado que, cuando llegara a casa, encendería la estufa con una enorme olla de agua caliente para voltearla en la bañera. Encendería una o dos velas con aroma de lavanda, se exfoliaría la piel con su cepillo eléctrico, se pondría sobre la cara la mascarilla de miel con avena que había estado esperando probar, escucharía música de Selena Gómez para relajarse. Después, se pondría la bata azul, que era la más suave, se acostaría a dormir en su cama caliente, y dormiría viendo la luna a través del cristal de su ventana.

Eso sería lindo.

En cuanto cruzara el umbral de su casa, olvidaría todo el asunto del aborto hasta el amanecer, el momento idóneo para buscar la clínica más cercana, hacer la cita y averiguar cómo iba a convencer a su padre de darle un cheque sin decirle para qué lo quería.

Nunca podría imaginarse en su pequeña fantasía de relajación, que cuando atravesará la puerta de metal, al mismo tiempo que la oía cerrarse por el viento, sería recibida por el ruido sordo de una cachetada.

—¿Qué es esto? —preguntó su madre, autora del atentado, Elizabeth volteo aún con el rostro enrojecido, la mujer tenía en su mano la prueba de embarazo que metió en el depósito —se atoró en la salida de agua y estropeaste el maldito baño.

Eli tuvo la idea fugaz de salir huyendo por la puerta que acababa de usar para entrar.

Su madre tenía el cabello rubio, como ella, largo y gastado por los años, tenía la piel clara y los ojos azules que le heredó. Era flaca y fría como un esqueleto, tenía la cara llena de manchas por la edad, endurecida por sus muecas siempre de desagrado y al hablar su voz retumbaba en todo el cuarto sin importar donde estuvieran, siendo la de ella la única que Elizabeth era capaz de escuchar.

Costo y BeneficioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora