Capítulo cuatro: Inocuo - Parte 1

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Eco amoroso

En esta hora bella

tu silencio

es eco amoroso que adivino

cuando leo el cuenco de tus manos.

Es vino

que calienta con su arrullo

mis valles.

Es gota de arcoíris.

En esta hora abstracta

de descanso

guardame tus palabras

en el recinto de tus mares.

—Lenguaje de maderas talladas por María Clara Ospina Hernández, poeta colombiana.

El teléfono suena con fuerza entre el tumulto de ropa en el piso a los pies de la cama. Vizcaíno, con rapidez, baja desnudo de la cama y toma este para no despertar al Omega de cabello pelirrojo que se encuentra durmiendo profundamente.

—¿Qué mierdas quieres? —pregunta entre dientes con suavidad.

—Señor. —contesta Dante.

—¿Por qué tienes el teléfono de Tiziano? —pregunta extrañado, acariciando su rostro.

—¿Y a ti qué te importa? —contraataca. —Mira, mocoso, ya vamos para allá, estamos a mitad de camino. —suspira.

—Está bien. —chasquea la lengua.

Cuelga rápidamente y al darse la vuelta se encuentra con la cama vacía. "¿Adónde fue?", se pregunta sorprendido por la rapidez con la que huyó. Ve una suave sombra moverse al interior del baño frente a la puerta cruzando el pasillo. Sonríe suavemente y con parsimonia camina hasta llegar a la puerta; toca suavemente y suspira, esperando paciente.

—¿Qué quieres? —una voz asustadiza hace presencia. Alexander tapa su rostro caliente y sonrojado. —Yo, v-voy a bañarme.

—Déjame ayudarte. —señala pervertido.

—¡No! —chilla, derritiéndose de la vergüenza.

—Algún día dejarás que lo haga y te va a gustar. —apoya la mejilla en la puerta. —Cariño. —canturrea.

—¡Vizcaíno! —chilla nuevamente, ocultándose con la toalla. Envolviéndose como un bollo de arroz.

—Está bien, está bien, ya me voy. —se aleja entre risas suaves. Se estira, dejando que la naturaleza vea todo el hermoso esperpento que ha hecho de su cuerpo creado por un Dios del cual, duda, exista. —Al menos dejé el bolso en la sala si no no habría forma de cepillarme y meter esta cosa en ropa. —observa su virilidad y toca la misma. —La verdad es que sí es grande. —dice reflexivo. —Espero que esté bien, se lo preguntaré. —musita al aire y se dirige finalmente a la sala por el bolso. Colocándose rápidamente una sudadera gris sin ropa interior debajo, como es su costumbre al no salir de casa. —Muero de hambre. —mira al segundo piso. —Si cocino, va a bajar. musita y sonríe ligeramente con malicia.

Pensativo se acerca a la cocina iluminada por la suave luz de la mañana. Aquel hombre indudablemente sexy y guapo, no solo es una cara bonita, también sabe hacer cualquier comida como hacer el amor dulcemente o al menos esto último lo ha hecho por primera vez. Se mueve con una gracia natural de un lado a otro, preparando los implementos para cocinar.

—Un zorro rojo le gusta el tocino y es bastante aromático. —musita para luego reír suavemente. —A ver si sales, Lindura. —suspira.

Su torso desnudo brilla ligeramente bajo la luz, sus músculos definidos y su piel morena, lo que añade atractivo a su cuerpo. Cada movimiento es fluido y preciso mientras corta en tilas finas el tocino. En la estufa, una sartén chisporrotea suavemente con las tiras de tocino anteriormente cortadas. Poco a poco estas se van dorando a la perfección, liberando un aroma tentador y llenando la habitación. Con la mano libre, revuelve huevos en un bol de plástico para incorporar la pimienta y la sal de una vez, por lo que a su vez los bíceps de su cuerpo se tensan ligeramente con cada movimiento. Vierte los huevos batidos en otra sartén caliente, donde empiezan a cuajar con un sutil sonido crepitante. El queso rallado se funde con los huevos, creando así una mezcla cremosa y apetitosa.

—Amatxo, hau jatetxe batekoa baino hobea dago. —Madre mía, esto está mejor que el de un restaurante. —dice en euskera, pues al ser por parte del padre de Vizcaya-España, y haber vivido un tiempo en su infancia en el lugar, además de ser instruido por su abuelo con el idioma antiguo, en ocasiones solo salen las palabras.

En la mesa, una tabla de cortar sostiene frutas frescas como algunas rodajas de mango dorado, fresas jugosas y arándanos brillantes, dispuestos con cuidado en un plato grande. Sus manos, fuertes y ágiles, trabajan con destreza, cortando y arreglando las frutas de manera que se vean tan deliciosas como naturales. De repente, unos suaves pasos se escuchan en el segundo piso, pues sus oídos logran percibirlos. "Seguramente está asomado, viéndome", sonríe suavemente, "Molestémoslo un poco".

—Bueno, falta el café. —suspira. —Y luego iré a poner la leña en el fueguito este de atrás, hace algo de frío. —junta sus manos. —Mandaré a que coloquen calefacción aquí, carajo.

A un lado de la fruta deja el café recién hecho que desprende un aroma profundo y reconfortante, cosa que el pelirrojo disfruta a los pocos segundos de sentirlo. Llena una taza grande, lo que causa que el vapor aumente en espirales que parecen danzar en el aire.

—Listo, ojalá no se enfríe. —dice fingiendo pena y se retira hacia el pasillo, fingiendo no ver aquel mechón largo y pelirrojo que asoma al costado de la entrada al segundo piso.

—Por fin. —dice con suavidad el pelirrojo, observando la zona despeja y bajando suavemente con su pijama blanca y larga después de haber tomado una ducha fría. Incapaz de sentarse debido al dolor en la cadera y retaguardia, empieza a comer parado, tomando grandes bocados de huevo y fruta, olvidando que un par de ojos ambarinos lo observan desde atrás.

—Mi abuelo decía que comer parado es malo para la digestión. —toma rápidamente la cintura del pelirrojo que intenta escapar. —Hey, no huyas. —dice suavemente al oído del sacerdote, que se atraganta y limpia su boca rápidamente sonrojado.

—Suéltame. —pide avergonzado.

—No, si terminas de comer, te suelto. —se sienta sin más con Alexander sobre sus piernas. —No te haré nada. —dice suavemente. —¿Es más, duele aquí? —pregunta dulcemente mientras acomoda el cabello del pelirrojo en su hombro derecho.

—Sí. —musita y asiente. —Me duele si me siento... en lugares demasiado planos... —dice apenado.

—Lo siento, ¿fui muy duro contigo? —hunde su rostro en la espalda del omega.

—No, no lo fuiste. —niega, sonrojado. —Solo fue mi... primera vez. —dice aquello sonrojado hasta las orejas.

—Es cierto. —se sonroja ligeramente y carraspea la garganta. —La verdad es mi primera vez haciendo el amor. —mira al pelirrojo que se gira rápidamente, atrapando aquel par de ojos ambarinos. —No soy ningún santo, pero... ciertamente nunca había hecho tal cosa. —susurra cerca de los labios del pelirrojo. —Y carajo, quiero hacerlo de nuevo, quiero comerte, Alexander.

—Eres un patán desvergonzado. —musita, atragantándose posteriormente.

—Lo sé. —sonríe suavemente, frotando suavemente su nariz con la del contrario. —Pensé que mi abuelo mentía. —acaricia con dulzura la mejilla del pelirrojo. —Cuando era niño mi abuelo me contó una historia... me parecía estúpida... —ríe con suavidad. —Pero... uno de los corsarios negros, el líder más grande del que nunca se ha conocido el nombre. —suspira y pega su frente con suavidad a la de Alexander que se deja abrazar suavemente y se acomoda para acurrucarse en sus brazos. —Se había enamorado perdidamente del hijo de un barquero, uno de buen nombre, de mucho dinero y que además odiaba a los delincuentes. —sonríe al escuchar la leve risa del pelirrojo. —Y... a pesar de ello, ese corsario negro cortejaba al muchacho más testarudo y terco que jamás había conocido.

—¿Y qué pasó después? —pregunta con suavidad el de rostro pecoso, mirándolo tan dulce, derritiendo el corazón de aquel alfa.

Vizcaíno ©  (Omegaverse, romance, erotismo y mafia). #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora