Capítulo ocho: Añoranza - Parte 1

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Añoranza

Íbamos en la tarde que caía

rápidamente sobre los caminos.

Su belleza, algo exótica, ponía

aspavientos en ojos campesinos.

—Gozaremos el libro. —me decía. —

de tus epigramáticos y finos

versos. —En el crepúsculo moría

un desfile de pájaros marinos...

Debajo de nosotros, la espesura

aprisionaba en forma de herradura

la población. Y de un charco amarillo

surgió la luna de color de argento,

y a los lejos, con un recogimiento

sentimental, lloraba un caramillo...

—Cuadernillos de poesía por Luis Carlos López Escauriaza, poeta colombiano.

—¿Ha comido algo? —pregunta el pelirrojo en voz baja a la madre superiora Teresita. —Ayer le di su pan favorito con mantequilla y solo comió un trozo. —suspira, acariciando su cabello. —Vizcaíno me dijo que... está evitando. —frunce el ceño. —No entiendo. —frota su rostro.

—Tranquilo, solo ha pasado una semana desde lo que pasó... Y debió ser horrible, hijo, horrible porque ese hombre... —niega suavemente. —Trajo recuerdos a su mente que seguramente desearía borrar, y pido a Dios todos los días para que pueda ayudarlo, hijo.

—También lo hago, madre. —suspira con ojos nostálgicos. —Dejémoslo descansar, por favor, no lo dejes solo, por eso envié a las muchachas a hacerse cargo del resto de las tareas para que pueda cuidarlo. No puedo estar aquí siempre por el otro asunto de la iglesia... Aún todo está revuelto y no hablo de huevos. —suspira con frustración por un par de segundos. —Iré con Vizcaíno; volveré en la noche. Ya hablé con papá un rato, ¿de acuerdo?

—Está bien. —asiente mientras observa a Ángelo y posteriormente se sienta a la puerta en silencio.

El sol se cuela a través de las persianas de la habitación, lanzando rayos dorados que iluminan el polen que sueltan las flores cerca de su ventana en el aire. Sentado en una silla junto a la ventana, el de ojos celestes y apagados, traga suavemente y suspira con la mirada perdida en el paisaje que se extiende más allá del marco de madera que lo exhibe. Los días han pasado desde aquella fatídica noche, pero todo lo visto, escuchado, incluso los aromas, no se van por completo, mucho menos aquellas palabras. "Él te abandonó", recuerda pesaroso, sintiendo sus labios temblar a punto de llorar.

Es entonces que la oscuridad llega a su mente, atrapada en un ciclo interminable de recuerdos sobre las palabras susurradas por Cillian cerca de su rostro, la mirada de locura en sus ojos antes de morir, la sensación de la sangre que aún parece pegajosa en sus manos después de herir la clavícula de aquel sociopatía, y aunque se halla lavado cientos de veces el cuerpo; cada vez que cierra los ojos, revive el sonido del suelo cediendo, la caída, y el crujido final del tronco al atravesar el cuerpo del que fue alguna vez su primer amor, hasta convertirse en el monstruo de sus más terribles pesadillas.

—Ángelo. —la voz suave de la madre Teresita lo saca de sus pensamientos. —Has estado aquí sentado desde el amanecer. ¿Quieres salir un poco? El aire fresco podría ayudarte. —dice dulcemente la mujer, ganando una suave sonrisa de Ángelo.

—Ay, mija, desde que hablé con el psicólogo ayer... he estado pensando mucho, por eso me siento acá. —suspira, dejando que las lágrimas se deslicen finalmente, con el pecho tembloroso. —Teresita. —solloza suavemente, abrumado.

—Tranquilo, tranquilo. —rápidamente, se acerca y lo abraza, sentándose en la cama junto a él.

—Hice algo muy malo, algo que no debí hacer. —rompe en llanto.

Las lágrimas caen por sus mejillas, angustiado, empapando la tela de su pijama, enrojeciendo aquellos preciosos ojos que tanto dolor han visto, que tanto han sufrido, que tanto han mirado con amor y devoción a aquel hombre, a aquel que juró no volver a nombrar ni siquiera en sus pensamientos. El peso en su pecho se intensifica al recordar aquellos ojos ambarinos y mirada dulce, desgarrando su alma dolorosamente. La madre Teresita lo sostiene con fuerza y lo acuna en su pecho cual madre a un niño que llora desconsoladamente.

—Ángelo, todos cometemos errores. Dios es misericordioso; él entiende nuestras flaquezas, así como ve nuestras virtudes, ve nuestras debilidades y dolores, y no juzga, no juzga. —murmura Teresita, dejando que unas lágrimas salgan de sus ojos pesarosa. —Eres un ser tan brillante, tan bueno, Ángelo, tan fuerte, que no creo, no existe tal cosa como el desprecio de Dios para ti que amas tanto y das tanto amor.

Aquellas palabras de consuelo parecen vacías frente a la inmensidad de la culpa que consume a Ángelo, que le hace llorar por las noches, que le hace extrañar fervientemente. Su mente no deja de girar en torno a un nombre, un rostro que ha intentado olvidar, pero que siempre regresa en sus sueños y pesadillas. Matteo Vizcaíno, el padre fallecido de Lorenzo, aquel corsario negro, su rostro serio y su mirada penetrante, llena de amor. "Solo a ti te miro de esta manera", recuerda aquel susurro a su oído al recordar su cálida voz.

La verdad arde dentro de él, como un fuego que no puede apagar; uno que acumula cenizas y deja estas calientes, quemándolo poco a poco desde la muerte de aquel Buio, hace más de 5 años. Es un secreto que ha guardado durante tanto, una verdad que ha intentado esconder incluso de sí mismo, que se pregunta, cómo estando a la mano de Dios y servir día a día a la comunidad no le hicieron colapsar antes debido a la clara depresión que nace de aquella triste perdida. Pero ahora, en la soledad de su culpa, todo se revela con una claridad dolorosa.

—Me duele el corazón. —musita entre sollozos ahogados.

La realización lo golpea con brutalidad, robándole el aliento. Siempre había sabido que sus sentimientos hacia Matteo eran diferentes; incluso este le pedía pensarlo y considerar irse con él lejos a un lugar donde solo los dos pudieran estar juntos, pero nunca había querido admitirlo, mucho menos cuando sabía que este estaba en muy malos términos con su esposa, la madre de Vizcaíno y muchísimo más, cuando el corsario negro le hizo prometer no mencionarle nada a nadie, ni siquiera a la propia madre superiora. La iglesia, su fe, todo lo que era, se lo prohibía. Pero la realidad es innegable, incluso si aquel hombre es solo polvo en un ataúd, y la culpa lo devora.

—No puedo... no puedo seguir así. —susurra, más para sí mismo que para Teresita con la voz apenas audible entre los sollozos.

—¿Ángelo? —pregunta ella, preocupada. —¿Qué es lo que no puedes seguir haciendo? —acuna el rostro del susodicho en sus manos.

Vizcaíno ©  (Omegaverse, romance, erotismo y mafia). #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora