Capítulo cinco: Suspiro

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Oleaje

Siento

una profunda

corriente

de destellos

un loco manantial

arde en mi entraña.

Se me va la piel

por una vía carmesí

de olas.

—Lenguaje de maderas talladas por María Clara Ospina Hernández, poeta colombiana.


Para algunas personas, la vida en la ciudad es sinónimo de prestigio, de avance, inclusive, de manera muy absurda, es sinónimo de inteligencia. ¿Absurdo? Por supuesto, que vivas o no en la ciudad, que vivas o no en el campo, en un pequeño pueblo o linda provincia, no hace que seas más prestigioso o menos valorado ante los ojos de una sociedad cada vez más consciente de lo erróneo que es creer que el bien material hace la fuerza; de la única cosa sobre la que se deben preocupar es sobre sí mismos, sobre lo que son y desean ser, hacer conscientes más de sí mismos que de lo que el mundo dentro de su monotonía espera. Alexander ha aprendido esto a lo largo de los años, al principio se sobreesforzaba, cosa que lo metía en problemas debido a lo psicorigido que es, pero luego, más allá de verlo como una tarea, como un deber ser, lo toma ahora como un asunto divertido, un asunto que es su felicidad, y la felicidad para ese hermoso pelirrojo no es nada más y nada más que el campo, la lluvia, la familia y la buena comida que das a otros, porque no hay nada mejor que una buena manta, un abrazo amoroso y un plato de comida, algo que a nadie debe faltarle en el mundo.

¿Pero acaso todos corren la misma suerte? Claro que no. El hombre que ven ahora, un sacerdote, un devoto con carácter y un temperamento tan fuerte, no nació solo del amor, una sábana cálida y sueños dulces, no, nació también entre el dolor, entre la maldad que el mundo puede ofrecer a un niño, para luego darle luz. ¿Pero a qué costo? ¿A qué costo recibió esa calidez después de tanto sufrimiento? ¿Cuántas cicatrices más tuvo que soportar en su delicado cuerpo para tener aquella luz? ¿Cuánta maldad hay en el mundo para ofrecer a un niño?

El teléfono empieza a sonar con una dulce melodía de campanas, despertando rápidamente al joven de ojos marrones que se estira con pereza sobre la cama.

—¿Sí?¿Quién habla? —pregunta somnoliento.

—¡Alexander! —grita el señor Ángelo.

—Papá...¡Oh, papá! —se levanta rápidamente, sentándose en la cama y frotando su rostro. —Lo siento, lo siento, yo estaba muy cansado y...

—Tranquilo, tranquilo. Gracias a Dios, estás bien, no me llamaste, y me preocupé. —el pobre hombre acaricia su frente y respira aliviado. —Descansa, tampoco han sido los mejores días para ti.

—Sí. —suspira y luego, cambiando su semblante, habla sin más. —Ese tipo, dañó mi auto ayer.

—¡¿Qué?! —grita, pálido. —¿Estás bien?

—Por Dios, lo estoy, pero ese maniaco me siguió ayer como un mocoso malcriado en su auto hasta mi casa y... y el auto no resistió tanto kilometraje. —dice enojado y entristecido. —Papá, nos costó mucho repararlo. —cubre su rostro con una mano y suspira.

—Lo sé. —sonríe conmovido. —Pero es un auto, Alexander, y mientras tú estés vivo y sano, el auto puede destruirse en pedazos, pero no tú.

—Papá. —suspira y ríe con suavidad. —No deja de ser triste.

Vizcaíno ©  (Omegaverse, romance, erotismo y mafia).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora