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Empecé a trabajar en el bar Locura cuatro días a la semana que iban cambiando

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Empecé a trabajar en el bar Locura cuatro días a la semana que iban cambiando. El jefe, que se llamaba Jon, me hizo una entrevista y decidió contratarme. Había mentido sobre mi experiencia, lo que provocó que tuviera que aprender sobre la marcha a cargar con más de dos vasos en la mano y lidiar con gente borracha. Nada que no pudiera dominar en un par de días, la verdad.

A pesar de que el local era poca cosa, tal y como había comprobado al actuar allí, tenía bastante clientela. El truco es que estaba situado junto a una discoteca bastante conocida, y a los que echaban de allí se iban al Locura para conformarse con unas copas baratas. Los domingos, tras trabajar cuatro noches a lo largo de la semana, no me podía quitar el olor a alcohol de encima y el dolor en los pies era insoportable, pero ganaba un dinerillo decente y cambiaba de ambiente por unas horas.

No tardé en conocer a Flor, la antigua compañera de orquesta de Flavio que nos consiguió el bolo allí. No entendí cómo eran amigos, si ella era la bondad hecha persona y Flavio un seco de cuidado. Con el paso del tiempo me iba dando cuenta de que reservaba la antipatía para la banda, o a lo mejor solo para mí.

El trabajo hizo que no pudiera quedar a ensayar tan a menudo, pero tampoco marcó mucha diferencia. La situación con la banda se había enfriado desde nuestra actuación en el Locura, y me daba la sensación de que no iba a mejorar. Si el comienzo había sido malo, no quería imaginar cómo nos iba a ir de ahí en adelante.

El grupo de WhatsApp nunca había estado más inactivo. Hasta Alan y Martín entendían que, quizá, lo de la banda era más complicado de lo que pensábamos. Yo era consciente de que no iba a ser un camino de rosas, pero... me daba pena por ellos. Y por mí.

Puede que estuviera destinado a ser así. Nuestras dos canciones quedarían en el olvido y todo sería una anécdota graciosa en el futuro. Porque sí, había terminado de escribir «Tienes Lo Que Mereces», pero los ánimos estaban por los suelos y no me apetecía ser yo el que los levantara.

Durante la segunda semana de trabajo, a mediados de julio, pasó algo curioso. Una chica de pendientes dorados y mirada magnética empezó a ligar conmigo. No es como si me hubiera dado cuenta al instante, puesto que soy muy negado para esas cosas. Además, muy pocas veces me habían tirado la caña, y no sabía cómo recogerla.

Supe lo que estaba pasando cuando me preguntó qué hacía al acabar mi turno. Sé que debería haber respondido con un «estoy abierto a cualquier propuesta que tengas» o algo así, pero en su lugar dije:

—Me voy a casa a dormir.

A ver, no era mentira. Estaba reventado de las dos últimas semanas y me merecía un descanso. La chica se rio en mi cara, pero le parecí tierno y no abandonó la barra en lo que quedaba de noche. Tuve que compaginar el servir bebidas con darle conversación, a pesar de que no me interesaba tener algo con ella. Supongo que me daba pena ignorarla.

Cuando terminó mi turno se ofreció a acompañarme de vuelta a casa. Sé que en estos casos es el chico el que suele hacerlo, pero justo ese detalle me gustó: era atrevida, pero respetuosa. Hablamos un rato mientras caminábamos a paso lento y nos contábamos cosas de nuestras vidas. Se llamaba María, tenía veinte años y estudiaba enfermería. Yo no tenía tanto que decir sobre mí, pero hice el intento.

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