En Londres, el príncipe Carlos esperaba a su hija en una sala privada del aeropuerto. Al verla cruzar la puerta, pálida y con la mirada llena de dolor, su corazón paternal se encogió. La abrazó con fuerza, transmitiéndole su apoyo incondicional sin necesidad de palabras.
"¿Qué ha pasado, Isabella?", preguntó al fin, cuando ella se separó un poco, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
Isabella negó con la cabeza, incapaz de articular palabra. No podía, no quería, revelar la razón de su huida, ni siquiera a su propio padre. Era un secreto que la abrasaba por dentro, un veneno que amenazaba con consumirla si lo dejaba escapar.
"Es... complicado, papá", murmuró, su voz apenas audible. "Es algo que tengo que resolver yo sola".
Carlos, a pesar de la preocupación que lo embargaba, respetó el silencio de su hija. La conocía bien, sabía que al obligarla a hablar solo serviría para aumentar su angustia. Le bastaba con tenerla a su lado, a salvo, lejos de lo que fuera que la había herido de esa manera.
"¿Él... Vladimir, te ha hecho daño?", preguntó al fin, su voz tensa, revelando la lucha interna entre el padre y el diplomático curtido en mil batallas.
Isabella volvió a negar con la cabeza, su silencio más elocuente que cualquier palabra. Vladimir no le había hecho daño, al menos no de la manera que el príncipe Carlos imaginaba. El dolor que la corroía era autoinfligido, nacido de una certeza que no podía compartir, una verdad que la destruía por dentro.
Mientras tanto, a miles de kilómetros de distancia, Vladimir recorría la casa como un alma en pena, buscando una explicación lógica a la desaparición de Isabella. Cada rincón, cada objeto, le gritaba su ausencia, recordándole la fragilidad de la felicidad, la facilidad con la que la vida podía derrumbarse como un castillo de naipes.
Sus manos temblaban. Isabella se había ido.
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El avión se elevó sobre el manto de nubes, dejando Inglaterra como un retazo verde y gris en el inmenso azul. el mundo parecía ajeno, distante, como si Isabella observara una película en mute. Su rostro, reflejado en el cristal, era una máscara de tristeza, los ojos azules apagados por el dolor y la incertidumbre.
"Un viaje, ¿eh?", comentó Robert, su jefe de seguridad, con una sonrisa comprensiva. Robert, un hombre corpulento de pocas palabras y mirada perspicaz, había sido asignado a Isabella hacía años por expreso deseo de su padre. Era su sombra, su guardián.
Isabella esbozó una media sonrisa triste. "Algo así", respondió, su voz apenas un susurro.
No había sido fácil convencer a su padre de su necesidad de escapar, de desaparecer del mapa por un tiempo. Pero la sola idea de permanecer en Londres, bajo la mirada inquisitiva de la corte, o peor aún, expuesta a la posibilidad de un encuentro fortuito con Vladimir, la llenaba de un pánico visceral.
"No te preocupes", había dicho Carlos, con la frente surcada por las arrugas de la preocupación. "Robert se ocupará de todo. Serás una sombra, un fantasma. Nadie sabrá quién eres ni dónde estás".
Y así, con un nuevo nombre y una elaborada coartada, Isabella se había convertido en una nómada, una fugitiva de su propia vida.
Con una mano temblorosa, sacó su teléfono y buscó el número que había marcado tantas veces en su vida. Al presionar "llamar", sintió un torbellino de emociones que la invadía: miedo, tristeza, pero también una chispa de esperanza.
El sonido del timbre resonó en el auricular, y cuando finalmente escuchó la voz familiar de Victoria, su corazón se apretó. "¡Isabella! su voz llena de preocupación.
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Amor Diplomático: Vladimir Putin Y La Princesa De Inglaterra
RomanceEn los salones dorados del Palacio de Buckingham, donde las sombras esconden intrigas y los retratos de antiguos monarcas observan en silencio, se forja una historia prohibida. La princesa Isabella, cuarta en línea de sucesión al trono de Inglaterra...