LA CONFESIÓN

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Alessandro

Corrí tras ella. No podía dejar que Juliana se alejara otra vez, no después de todo lo que había estado sintiendo, cargando. Tenía que decirle, aunque las palabras se me resistieran, aunque el miedo a mostrarle mi verdadero yo me frenara.

—Tenemos que hablar —dije, con más firmeza de la que pretendía.

Ella se giró, y su mirada era un mar de desafío y frustración. Esa mezcla que siempre me descolocaba, que me hacía querer acercarme y alejarme al mismo tiempo.

—No voy a caer en tus redes otra vez, Alessandro —respondió, su voz helada, pero con un leve temblor que no podía ocultar—. No para que luego me ignores y me dejes en el limbo.

Su reproche me dolió más de lo que habría admitido. No quise escuchar más. Antes de que pudiera alejarse, la tomé con firmeza y la cargué sobre mi hombro. No era el mejor plan, lo sabía, pero tampoco podía dejar que se escapara.

—¡Bájame! ¡Eres un cavernícola! —exclamó, mientras golpeaba mi espalda con sus manos.

Para calmarla, y quizás también para irritarla un poco más, le di una pequeña nalgada.

—Deja de moverte, leoncita —le dije con un tono que intentaba ser calmado, aunque mi interior estuviera al borde del colapso.

Finalmente, la bajé al llegar al yate. Su expresión oscilaba entre la furia y la confusión, y cuando preguntó a dónde íbamos, simplemente respondí:

—A un lugar donde podamos hablar.

—¿Hablar? —repitió, cruzando los brazos, todavía molesta—. ¿De verdad crees que esto va a arreglar algo?

La llevé a una pequeña casa aislada en la isla. Era un lugar que había encontrado tiempo atrás, un refugio que rara vez compartía con nadie. Al entrar, noté su mirada de asombro.

—¿Te gusta? —le susurré al oído.

Su "sí" apenas audible fue como un bálsamo para mi alma inquieta. Nos sentamos en el sofá, frente a una gran ventana que daba al océano. El sonido de las olas llenaba el silencio entre nosotros, pero mi pecho estaba en guerra. Tenía tanto que decirle, pero no sabía cómo empezar.

—¿Puedo recostar mi cabeza en tus piernas? —pregunté, y su expresión de desconcierto me arrancó una sonrisa fugaz.

Para mi sorpresa, asintió. Me recosté, cerrando los ojos, permitiéndome un momento de paz que no había sentido en años.

—¿Estás bien? —preguntó, su tono mezclando ironía y algo más suave, algo que no esperaba de ella.

—No —admití sin rodeos.

—¿Por qué no?

Su pregunta me llevó al límite. Tenía que decírselo todo. Inspiré profundamente y dejé que las palabras fluyeran.

—Desde que llegaste, nada está bien para mí.

Vi cómo intentaba apartarse, pero la detuve.

—Déjame terminar, por favor —susurré, sintiendo que estaba a punto de romperme.

—¿Crees que soy una mala persona? —pregunté, sin atreverme a mirarla directamente.

—No creo que seas una mala persona —respondió, con una honestidad que dolió y reconfortó al mismo tiempo—. Eres un idiota, pero no eres malo.

Su franqueza me arrancó una risa amarga.

—En realidad, sí lo soy —susurré, con la voz quebrada—. Maté a mi hermano.

Sentí su cuerpo tensarse, pero no me detuve. Las palabras salieron como una avalancha que no podía contener.

—Fue un accidente... pero no importa cuántas veces lo diga, no puedo perdonarme. Frené de golpe en la carretera, un maldito zorro apareció de la nada, y mi hermano, que venía en su moto detrás de nosotros... No pudo frenar.

Mi voz se rompió, y las lágrimas comenzaron a brotar.

—Mi cuñada murió también... Y mi sobrina, Alondra, solo tenía cuatro años. Desde ese día, no volvió a hablar.

Sentí que el peso de los años de culpa me aplastaba de nuevo. Pero entonces, noté cómo Juliana se inclinaba hacia mí, cómo limpiaba mis lágrimas con una ternura que no merecía.

—¿Crees que soy un monstruo? —pregunté, mi voz apenas un susurro.

—No lo eres, Alessandro —respondió con una suavidad que me desarmó por completo—. Hay cosas que simplemente no podemos controlar. No fue tu culpa.

Sus palabras eran como un bálsamo sobre una herida abierta. Nunca pensé que pudiera sentir algo cercano al consuelo, pero ahí estaba ella, ofreciéndomelo sin reservas.

—Desde entonces... me he prohibido ser feliz. Me he negado a reír, a disfrutar, porque siento que no lo merezco.

Me incorporé, mirándola directamente.

—Pero luego llegaste tú, Juliana. Y arrasaste con todo mi sistema. Eres apasionada, desafiante, y aunque lleves ropa ancha y despeinada, me gustaste desde el primer día. Odiaba sentir eso, odiaba perder el control que tanto me esforcé por mantener. Pero ahora sé que no puedo seguir negándome.

Tomé su rostro entre mis manos, sintiendo el calor de su piel bajo mis dedos.

—Eres mía, Juliana. Solo mía.

Ella me miró, y en sus ojos vi algo que nunca había visto antes: aceptación. Entonces, se inclinó hacia mí y me besó.

El beso fue lento, cargado de emociones que ninguno de los dos se había atrevido a expresar antes. En ese instante, no había pasado, ni culpa, ni miedo. Solo estábamos nosotros, permitiéndonos sentir lo que habíamos negado por tanto tiempo.

Nos quedamos así, envueltos en un silencio que decía más que cualquier palabra. Su beso y su abrazo eran la promesa de que, tal vez, no estaba tan roto como pensaba.
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🥹❤️‍🩹


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Amor a la Juliana Donde viven las historias. Descúbrelo ahora