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El autobús estaba lleno. Debería haber alquilado un coche para llegar antes o al menos con mayor comodidad pero en el fondo no tenía tanta prisa por hacerlo. Todavía tenía tiempo. Hacía varios años que no visitaba a su familia a pesar de que los separaban apenas 250 kilómetros. Se mantenían en contacto telefónico siempre que podían, para él era suficiente. O lo había sido hasta ese momento. La boda de su hermana no era algo que pudiese obviarse con tanta facilidad. Tampoco es que los estuviese evitando a propósito, los quería mucho. Simplemente le gustaba su vida independiente en Edimburgo.

Paseó su mirada por los asientos buscando uno vacío. Que el conductor arrancase antes de poder sentarse, lo obligó a elegir el primer hueco que encontró. En el asiento de la ventanilla había una muchacha menuda con los ojos cerrados. Le habría pedido permiso para sentarse si no estuviese absorta escuchando música. Los cascos en sus orejas la delataban.

Intentando no molestarla, tomó asiento. Ella ni siquiera se movió. Desde luego estaba bastante concentrada. Dudaba incluso de que hubiese notado su presencia. Minutos después, la oyó cantar en susurros y no pudo evitar sonreír. Seguramente no sabía que podían oírla. Cantaba en inglés pero su pronunciación le instaba a pensar que no era inglesa de nacimiento. Ni escocesa, desde luego. Tal vez una turista. Escocia vivía de ellos. Por un momento estuvo tentado de avisarla pero tenía una voz bonita.

La estudió con detenimiento. No estaba excesivamente delgada pero tenía unas bonitas curvas, al menos podía intuirlas. Al estar sentada era difícil asegurarlo. Lo que sí podía atestiguar eran sus espléndidos pechos. Uno podía perderse en ellos y no lamentarlo.

Apartó la vista de ellos y continuó con su escrutinio. No parecía muy alta, no como él que apenas podía meter las piernas en el hueco entre los asientos. Otra razón para haber elegido el coche en lugar del autobús. Pero no le importó. La voz de la muchacha era recompensa suficiente para sus apretadas piernas.

No podía verle los ojos, estaban cerrados, pero las largas pestañas le rozaban las mejillas cada vez que los movía bajo los párpados. Tenía una nariz que encajaba a la perfección en su rostro. Ni grande ni pequeña. Sus labios, en cambio, eran pequeños pero generosos. Parecían tan suaves y dulces que invitaban a saborearlos. Tuvo que apartar también la vista de ellos al sentir un intenso tirón en la entrepierna. Nunca antes había reaccionado así ante unos simples labios. No tan simples, tuvo que reconocer.

Sus pequeñas y delicadas manos jugaban con el cable de los cascos. Por un momento se quedó hipnotizado con ellas, con aquel exótico baile de enredos y desenredos. No tenía alhaja ninguna que le adornase las manos, tan sólo un reloj en una de sus muñecas y aún así se sentía atraído por ellas. Había algo especial en aquellos nudillos que se hundían al estirar las manos y en la rebeldía de unos poros demasiado visibles pero que, lejos de afearlas, las hacían más increíbles.

El AutobúsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora