Capítulo 3

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Observo maravillada el edificio donde vive Daniel. Debo parecer una completa idiota, con la boca entreabierta y los ojos brillando como si nunca hubiera visto un rascacielos en mi vida. Tiene al menos treinta o cuarenta pisos. Un portón metálico se abre automáticamente para dejarnos pasar. Nos adentramos en un túnel elegante que lleva al parqueo. Todo lo que me rodea grita lujo: autos deportivos brillantes, camionetas negras de esas que parecen escoltar ministros, y un silencio impecable.

Esto no es para gente como yo. Lo tengo clarísimo.

Cuando Daniel apaga el motor, bajamos del auto y caminamos hacia el ascensor. Dentro, un espejo inmenso nos devuelve el reflejo de lo que somos: él, perfecto, relajado, elegante sin esfuerzo; yo, desubicada, con ropa ajena a este mundo. Su ropa, probablemente. Me devuelve una sonrisa a través del espejo. Intento corresponderle, pero bajo la mirada enseguida.

Salimos del ascensor y caminamos hasta una puerta con el número “24”. Daniel saca las llaves, la abre y se aparta con un gesto amable.

—Bienvenida —dice, con una sonrisa que no sé si me incomoda o me tranquiliza.

El apartamento es simplemente... wow. Amplio, moderno, silencioso. Los muebles de cuero negro parecen más de catálogo que de alguien que realmente vive aquí. La TV empotrada en la pared parece del tamaño de una pantalla de cine. No hay cuadros, ni fotos, ni adornos innecesarios. Típico hogar de un hombre que vive solo. Pero se siente limpio. Se siente... seguro.

Desde la sala puedo ver la cocina. Es enorme para una sola persona. Todo está en su lugar. Nada fuera de sitio.

Hay un ventanal gigante en el Salón, el cual nos regala una vista increíble de la ciudad.

—Ven, te enseñaré la que será tu habitación —dice, caminando por un pasillo.

—Mientras esté aquí —aclaro, casi en automático.

Asiente sin decir nada.

La habitación que me asigna es dos veces más grande que mi casa entera. La cama parece una nube matrimonial, las mesitas de noche con lámparas tenues, y un armario inmenso que ni siquiera voy a usar porque... no tengo ropa. Confirmado cuando Daniel me presta una de sus camisetas. Me siento avergonzada al principio, pero no tengo alternativa. Me da también un bóxer, y agradezco que la camiseta me llegue hasta casi las rodillas.

Después de darme un baño de ensueño en esa ducha que parece sacada de un hotel cinco estrellas, salgo con la ropa sucia en las manos y camino hacia el área de lavado. Me detengo frente a la lavadora. Luce como una nave espacial comparada con la de mi casa. Toco un botón. Nada. Echo la ropa y pruebo otro.

Y entonces... el caos.

Espuma. Mucha. Demasiada. Sale como si la máquina estuviera poseída.

—No, no, no. Detente —susurro, intentando domarla con palabras como si fuera un animal salvaje.

Corro a cerrar la puerta, horrorizada de que Daniel lo escuche. Pero el suelo ya está cubierto de espuma. Resbalo, caigo de espaldas, la camiseta se empapa, el bóxer también. Me levanto como puedo, y vuelvo a presionar botones al azar. Mala idea. La espuma se triplica.

Entonces, la puerta se abre.

Daniel entra, alarmado. Lleva pantalones deportivos y nada más. Mi mirada se clava en su abdomen por unos segundos que parecen eternos.

Santo cielo.

—¿De qué te ríes? —pregunto, indignada cuando empieza a carcajearse.

—De ti. De tu cara.—dice mientras desactiva la máquina con un simple botón.

AbismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora