S i e t e

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Capítulo siete


''Nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo''

Ludwig van Beethoven

Desperté con el cuerpo adormecido. No entendía nada a mi alrededor. Parecía que nada encajaba en mi realidad. No recordaba haber llegado a la cama por más que hacía memoria en mi cabeza.

Lo último que se venía a mi mente era estar en toalla, subiendo por las escaleras.

Dispuse a levantarme de la cama, pero al hacerlo sentí un fuerte dolor en mi pierna derecha. Levanté las sábanas que me cubrían, y descubrí un gran moratón en todo. Me asusté de inmediato.

Intenté levantarme como pude, y me acerqué a las escaleras. Iba a paso rápido —o lo más rápido que podía—, intentando buscar a mi captor. Probablemente él tenía que ver con esto.

Pero algo hizo detenerme. Una melodía muy conocida por mí, en piano. Y provenía de aquel cuarto en que la tarde anterior, el chico de cabello castaño claro me había llevado.

Caminé sigilosa hasta allí, y me ubiqué en la orilla de la puerta. Estaba entreabierta, y las cortinas del gran ventanal de aquella habitación estaban sin tapar la vista. Estaba nublado afuera, y los vidrios estaban empañados.

El chico tocaba con mucha inspiración Für Elise. ¿Por qué se me hacía tan familiar? Porque además de que es una melodía que casi todo mundo conoce, Elise, es mi nombre.

Me había inspirado tanto en observar a tientas al chico, que en un momento de torpeza me apoyé mal contra la puerta, y la empujé hacia adelante. Caí contra el suelo de madera antigua, y al segundo sentí que los acordes dejaron de sonar.

Cuando me intenté levantar, él estaba frente a mí. Lo observé algo asustada. Me ofreció su mano, pero no la acepté y me levanté por las mías en seguida.

Antes de que dijera nada, yo comencé a reclamar;

—¿Por qué mi pierna está amoratada? —levanté el vestido que traía, que de hecho no recordaba haberme puesto en ningún momento, y mostré mi evidencia—. Además, esta camisola no me la puse yo.

Me miré extrañada. Tenía puesta una camisa de dormir muy corta.

Se levantó de hombros, con la expresión seria

—Me hiciste algo —lo miré enfadada—. ¡Me hiciste algo! ¡¿Qué me hiciste?! —lo empujé contra el pecho con furia

Después de este ataque de estupidez por mi parte, él me tomó fuerte de ambas muñecas lastimándome y se acercó:

—No puedes exigirme nada. Y tú lo escogiste ayer. Preferiste ser dañada que dañar a alguien —hizo una mueca de falsa preocupación

—Jódete —respondí con odio

Soltó una risa sarcástica.

Me retiré de aquella habitación.

—Por cierto, Elise, te dedico el Bagatelle número 25 de Beethoven—exclamó mientras atravesaba la puerta—. No creas que la estaba tocando por que sí.

Me volví hacia él. Me devolví, y me ubiqué frente a él.

—¿Cómo sabes mi nombre? —pregunté algo enojada

—Tu bolso —soltó sin más

Me quedé unos segundos sin nada que decir. El silencio inundaba la habitación. Respiraba profundo, y no entendía que me mantenía allí. Quizás esperaba a que él dijera algo, o que hiciera algo.

¿Qué hacía ahora? Era tan monótono tener que subir a esa maldita habitación y quedarme allí sin hacer nada, hasta que llegara la noche.

Iba a intentar decirle que me sacara de allí, que haría lo que él quisiera si me dejaba en libertad, pero antes de eso, él pareció querer decir algo.

Entreabrió los labios, y siguió observándome directamente a los ojos.

De un momento a otro, su rostro se acercaba.

No entendía que iba a hacer. ¿Iba a golpearme? ¿Iba a golpearme contra la pared?

Cerré los ojos con fuerza, esperando sentir el impacto por su parte

Pero no era eso. Sentí algo cálido en los labios. Era un movimiento constante y suave. Alcé el rostro, porque algo me elevaba hacia arriba. De pronto abrí los ojos, encontrándome unida al rostro de quien me causaba el peor daño que había sufrido en mi vida.

Sentía una sensación angustiante. Tenía a aquel tipo besándome por primera vez desde que me había secuestrado. Y su acción era tan suave, delicada y contraria a todo lo que hacía normalmente.

Me separé de él en seguida. Lo miré confundida, y corrí escaleras arriba, hasta encerrarme dentro de aquella habitación ya habitual para mí. Me senté en la orilla de la cama, mirando hacia la ventana abarrotada del dormitorio.

No sé por qué, pero comencé a llorar. Mis lágrimas salían a montones, mientras observaba el cielo nublado que amenazaba con llover.

Lloré durante toda la tarde. 

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