John

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Había dormido. Quizás sus amenazas habían surgido efecto.  Llevaba el mismo pijama que la tarde del día anterior; no había ropa con manchas misteriosas ni roturas inexplicables y lo que era más importante, no había ninguna cicatriz nueva. Incluso el dolor de cabeza se había mitigado. Todos los problemas del día anterior habían quedado reducidos a brumas en sus recuerdos. Se levantó de buen humor, como llevaba tiempo sin hacerlo, incluso se planteó salir a correr como hacía antes de que empezaran las cicatrices y el cansancio. ¿Por qué no? ¿Cuánto había pasado desde la última vez que había corrido unos kilómetros? 

Estaba desayunando —desayunando de verdad, y no el café rápido de cada mañana que hacía que su estómago brincara intentando salir por su boca— cuando sonó el teléfono. John lo cogió con una mano y se lo colocó en el hombro mientras hacía malabarismos para untarse una tostada con mantequilla.

—¿Si? —preguntó con aire distraído, más ocupado en la comida que en el auricular.

—¿El señor John Doe? —Era una voz femenina que le resultaba familiar—. Ayer estuvimos hablando, le llamo del hospicio Santa Susana.

—Lo recuerdo —dijo John frunciendo el ceño—. Como ya le dije ayer, ahora no es un buen momento para...

—Solo una hora —insistió la mujer—, solo le pido una hora de su tiempo para hacer que una persona pueda seguir adelante. Oiga, el señor Perkins había experimentado una enorme mejoría en los últimos meses, y de repente, ha sufrido una fuerte recaída. Y no deja de llamarle, de preguntar por usted a todas horas... Si al menos pudiera pasarse una vez, solo una vez y...

«Habla con el pajarito», había dicho Isabella. Quizás debiera hacerlo. Hoy tenía un buen día, era el primer día bueno en ¿tres meses? ¿Cuándo había empezado? ¿Cómo? M había estado con él desde el principio. Desde que se había mudado y había comenzado su vida de nuevo; nueva ciudad, nueva gente. Pero se lo habían dicho, se le acababa el tiempo. ¿El tiempo de qué? Sentía que esa mañana, esa noche más bien, había sido un regalo que no se volvería a repetir en breve. Le habían dado algo, ahora era su turno de mover pieza.

—Está bien —dijo John interrumpiendo la enfática defensa de Beaver que la señora del otro lado había empezado—. Tiene razón, es un viejo amigo debería ir a verle si con eso ayudo en algo. Espero que  no sea una excusa para internarme a mí —añadió. Pretendía ser una broma.

—¡No, claro que no! —se apresuró a aclarar su interlocutora. John no pudo menos que ahogar una carcajada ante la generalizada falta de humor de las teleoperadores y secretarias—. Le daré unas breves indicaciones sobre cómo puede encontrarnos. ¿Cuándo vendrá?

—Hoy mismo —dijo John mientras anotaba las indicaciones.

Siempre podía decirle a Sarah que seguía enfermo. Con suerte, tendría tiempo de sobra durante el fin de semana para recuperar las horas de trabajo perdidas. Frunció el ceño mientras repasaba los datos que le habían dado. Santa Susana estaba bastante lejos; tendría que coger el coche, ponerle gasolina y conducir por la autopista hasta llegar a un lugar en medio de ninguna parte. Hacía mucho tiempo que no cogía el coche. Casi desde que había dejado de dormir en él. Antes, cada mañana cuando volvía de correr, se molestaba en conducirlo un poco, lo justo para dar una vuelta y aparcarlo en otro sitio. Pero no lo tocaba desde que… «Desde que empezaron las cicatrices y las migrañas, desde que M decidió que mi cuerpo también era su casa». ¿Y cuándo había sido eso?

«¿Dónde demonios aparqué el coche? Piensa, mierda, piensa… » Volvía a llover. Era curioso porque no era una ciudad en la que lloviera demasiado, pero parecía que últimamente el cielo tenía una gotera justo encima de él y los días eran tan grises como su estado de ánimo. Un día de estos, puede que se acordara de comprar un paraguas.

... O te sacarán los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora