Isabella

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Cuando abrió los ojos, los notó enrojecidos e hinchados, resecos por la sal acumulada a su alrededor. No era consciente de en qué momento se había quedado dormida, solo recordaba abrazarse a la almohada en un vano esfuerzo por ahogar el llanto que amenazaba con partir su pecho.

«John se muere», recordó, y de nuevo, la irremisible necesidad de llorar. Pero esta vez, solo hubo una lágrima solitaria que se deslizó por su mejilla con inexorable lentitud. La desesperación que había sentido anoche estaba siendo remplazada por cierto atontamiento y lentitud, era como si le hubieran anestesiado el alma. Miró a su alrededor y buscó a John, pero la cama estaba tal y como la había dejado el día anterior y no había ni rastro del joven de ojos negros. Tampoco de su mochila...

No se sorprendió al encontrar la nota en el espejo del baño: «Gracias por todo. Vuelve a casa. Lo siento».

Solo tres frases cortas que decían poco y decían mucho al mismo tiempo. John seguiría solo, y quizá era lo mejor. Ella no tenía fuerzas para acompañarle. Y en algún lugar de su interior una vocecita le decía que estaba siendo ridícula, porque si él era capaz de seguir adelante, cómo no podía hacerlo ella. Pero ahogó esa vocecita cuando recordó la telaraña de cicatrices que dibujaba su torso y como se abrieron, una a una, arrastrándole a la muerte.

«Ya está muerto», le había dicho el pájaro.

Recogió todas las cosas tomándose su tiempo, después de todo, ya no había prisa. Una semana... Solo quedaban cuatro días para que se agotara el plazo que Adams les había dado. Y en esos cuatro días John tenía que encontrar a los tipos que habían arruinado su vida y la de su madre y acabar con todo para restablecer el equilibrio cósmico que Marie había roto al marcharse sin haber consumido su venganza. Cuatro días para que John se ocupara de que Ray O’Malley volviera al infierno y no saliera de él nunca jamás. Cuatro días... y no había ninguna posibilidad de prórroga.

Desayunó sin ganas antes de coger su pequeño escarabajo para regresar a Downton. Tenía la cabeza llena de demasiadas cosas y ninguna al mismo tiempo. La información iba y venía, y ella solo deseaba poder apartarla, cerrar los ojos y que los últimos días no hubieran existido. Regresar a Dowtown, a la universidad, discutir con su director, corregir trabajos...

Absurdas conversaciones con Yumi sobre el guapísimo camarero del Bittledrops...

Isabella apartó el coche de la carretera cuando las lágrimas le empañaron la vista. Apoyó la cabeza en el volante e intentó recuperar el aire. No iba a ser tan fácil olvidarlo todo. Cuando regresara, se encontraría con un camarero nuevo en el café de siempre, pero, sobre todo, se encontraría con un despacho vacío y la macabra realidad de su amiga asesinada. Y en ese momento, una duda se abrió paso a través del dolor. ¿Y si John no podía hacerlo? ¿Y si se le acababa el plazo y no podía matar a esas personas? ¿Y si Ray seguía libre? ¿Y si había más como Yumi?

Apretó las mandíbulas mientras una férrea determinación se afianzaba en su interior: lloraría más tarde. Lloraría cuando todo acabara. Ese no era el momento de llorar, ese era el momento de conseguir justicia.

Como dándole la razón, antes sus ojos se apareció un viejo cartel que, seguramente había estado allí todo el tiempo pero que había quedado inadvertido como cientos de anuncios de carretera. En ese cartel había un sonriente perro que señalaba el este y, a cinco millas, un auténtico y genuino Happy Dog.

*

El local parecía arrancado del pasado o de la película Grease. En cualquier momento, aparecería un Danny Suco para sacarla a bailar diciendo: “nadie te arrincona, Baby”. «Ah, no, eso era otra película». Isabella se permitió una sonrisa ante su poca cultura cinematográfica. Pero los trajes de las camareras no parecían haber cambiado con los años. Una discreta falda negra y una camisa blanca con el logo del Happy Dog y el nombre en una tarjetita. La suya se llamaba Rose y parecía rondar la cincuentena.

... O te sacarán los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora