El Condenado

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La tarde amenazaba lluvia. El aire olía a tormenta y, a juzgar por los nubarrones que se cernían en el horizonte, iba a ser memorable.  El viento se había levantado y los pocos transeúntes que se habían atrevido a pasear por el parque, corrían a refugiarse ante la aparición de los primeros rayos. Pronto, el bullicio de niños y madres que había ocupado el lugar, se fue apagando. El crepitar de las hojas y el retumbar de los truenos se habían adueñado de la arboleda.

Alzó la mirada con desgana y se planteó por un momento imitar al resto de los humanos, pero no le molestaba la lluvia. Ni la soledad. Demasiado tiempo viviendo con ella se había convertido en una de esas viejas esposas gruñonas que te conocen mejor que tú mismo; las detestas y las necesitas. No sabrías vivir sin ellas pero hacen la vida muy difícil.

Arrojó lo que quedaba de la bolsa de palomitas a la balsa de los patos, y dejó que estos se pelearan por sus migas. Lanzó el paquete vacío a una papelera y se caló el abrigo, dispuesto a buscar refugio antes de que empezara la tormenta.                Se detuvo y buscó a su alrededor. No había nadie.

Bueno, eso no era completamente correcto. ¿Verdad?

—No esperaba verte —dijo en voz alta—. Es más, los tuyos huyen de mí como de la peste. A veces creo vislumbrar una sombra pero no, si pueden evitarlo, no se acercan. —Cayó y escuchó en silencio el sonido de las hojas. Si alguien tenía imaginación, podía atrapar las palabras que flotaban en el viento—. ¿Un favor? —preguntó extrañado—. ¿Y qué podrías necesitar de un condenado como yo? —Una bandada de pájaros alzó el vuelo justo cuando empezaban a caer las primeras gotas— Entiendo —dijo, asintiendo con la cabeza—. Ha quebrado muchas reglas. Ha roto el equilibrio. Los tuyos no pueden involucrarse sin quebrantar más normas. Y ellos... —Alzó los brazos señalando a su alrededor—, no tienen nada que hacer. Necesitas a alguien que camine por la línea. Está bien —dijo, dando la espalda al vacío—. Puedes contar conmigo. Pero estaremos en deuda y tengo buena memoria. ¿Y dónde tengo que ir? —Asintió al escuchar la respuesta del aire—. Eso no está lejos de aquí. ¿Casualidad? —Prorrumpió en sonoras carcajadas que hicieron eco al enorme trueno que hizo temblar el suelo. Los pájaros de los árboles vecinos, alzaron el vuelo y una nube de alas negras se perdió entre los rascacielos mientras una cortina de agua se extendía cubriéndolo todo.

Se puso la capucha de la sudadera y empezó a caminar. El metro no estaba muy lejos, y de allí a la estación de trenes. Llegaría a Downton antes de que despuntara el alba. Por primera vez desde que empezara su condena, tenía prisa.

... O te sacarán los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora