Isabella

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Isabella miró de nuevo por la ventana; ya sabía que iba a encontrar allí, el enorme pajarraco negro. Alternó miradas furtivas entre el cuervo y el joven camarero; éste parecía ajeno al escrutinio al que le estaba sometiendo tanto la chica como el pájaro y servía cafés con diligencia y amabilidad.

Isabella suspiró y centró su mirada en el libro que tenía entre las manos —un pesado tratado de historia nativa— llevaba días acudiendo con regularidad al establecimiento, primero porque estaba cerca de la universidad y luego por él.

El Bittledrops siempre había estado muy concurrido, pero en los últimos meses, los estudiantes de paso se habían convertido en asiduos, en especial las jovencitas. Ella las despreciaba, cotorritas a la última con escotes en equilibrio inestable que tonteaban abiertamente con el muchacho. Si él había sucumbido a sus encantos lo desconocía, pero su vocecita interior se empeñaba en darle esperanzas.

Claro, que eso había sido antes de ver al cuervo.

Miró de nuevo por la ventana, el animal no se había movido ni un centímetro, permanecía allí, vigilando.

De nuevo, alternó miradas entre el pájaro y el muchacho, en ese momento estaba limpiando tazas en la barra y no había nadie. Era ahora o nunca. Isabella cerró el libro, reunió valor y se acercó a él.

—Perdona —empezó a decir.

—Capuccino con leche de soja —le interrumpió el joven, Isabella se concentró en borrar la sonrisa boba que se le había dibujado; eso era lo que pedía siempre.

—No —negó con la cabeza—, no es eso. Es que… —no sabía cómo decirlo sin que sonara ridículo—. Creo que corres peligro.

Una sombra se cruzó tras los increíbles ojos del muchacho, fue fugaz pero por un momento pareció que el miedo había hecho mella en él. ¿Acaso le había creído? Eso lo haría todo mucho más fácil.

—La muerte te persigue —susurró.

En voz alta, la frase había sonado tan ridícula como en su cabeza. En vez de reírse o llamarla loca, el camarero sonrió, parecía súbitamente aliviado.

—¿Y a quién no? —respondió.

*

«Vale, te ha desarmado —pensó—, pero no has podido decirle lo que tenías que decirle y es importante. Tú lo sabes: es importante».

O de eso intentaba convencerse. Necesitaba una buena excusa para que no creyera que estaba completamente loca. De qué  otra forma podría justificar el último cuarto de hora bajo la lluvia, agazapada en una esquina, jugando a detectives, siguiendo a un camarero que lo único que sabía de ella era el café que tomaba. Pero claro, qué era lo que sabía ella de él, que estaba como un maldito tren y que le perseguía un cuervo. Lo que no se saldría de lo curioso si no fuera porque ella conocía a ese cuervo. Bueno, a ese cuervo exactamente no, pero sí a alguno como él.

Su director de tesis insistía en llamarlos cuervos-Caronte —psicopompos—, por aquello de que llevaban el alma de los muertos al otro mundo. Eran presagio de muerte y ella misma se había llevado un buen susto cuando lo reconoció como tal aquella primera vez en el café. ¿Qué cómo lo había reconocido? Esa era una pregunta difícil, todavía no había conseguido responderla pero sabía que no se equivocaba, nunca se había equivocado hasta el momento. Lo primero era encontrar el objetivo, una vez descartado que no fuera ella misma, y eso era complicado porque siempre que lo veía era en el Bittledrops y siempre estaba lleno de gente. Hasta que se dio cuenta de que el cuervo llegaba y se marchaba con el camarero, no se separaba de él ni un momento. Y ahora venía la parte en el que le tocaba convencerlo de que la muerte le perseguía, etc, etc, etc… Es decir: la parte en la que la trataban de loca y llamaban a la policía.

... O te sacarán los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora