Sarah

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Las últimas horas de la tarde transcurrían en un goteo agónico de clientes que apuraban los últimos minutos antes de regresar al hogar, dulce hogar, o a la ruidosa compañía de los compañeros de residencia.

Sarah ya había limpiado la cafetera y retirado las magdalenas y las tartas del aparador en una señal poco sutil de que estaba cerrando. Algunos de sus clientes se daban por aludidos, otros en cambio, se hacían los remolones conversando entre ellos o leyendo el periódico.

Un cliente entró con la cabeza gacha, empapado por la lluvia, y se refugió en una esquina de la cafetería. Sarah frunció el ceño al descubrir el rastro de agua que había dejado tras él. Tendría que fregar antes de irse y no era poco trabajo para hacerlo sola. Ese pensamiento la hizo suspirar. Mañana tendría que poner un nuevo anuncio, encontrar otro camarero... Iba a ser difícil substituirle. Reprimió las ganas de llorar pero no podía evitarlo, el muchacho le caía bien. Cuando el tipo ese se lo llevó, parecía moribundo. Sarah había gritado y había corrido a buscar el teléfono para llamar a emergencias, pero ese gigante lo había cogido en brazos y le había dicho que se ocupaba él. «¡Y le creí!», Sarah no podía entender cómo había cedido. Por qué no había llamado por teléfono si lo tenía en la mano. Durante todo el día, la preocupación había sido como un gusano en sus entrañas que la devoraba lentamente hasta no dejar más que una cáscara de ella. Y luego la llamada, apenas una hora atrás. Era John, diciendo que estaba bien pero que no sabía cuándo podría volver a trabajar, que sentía mucho dejarla tan colgada y sin avisar. Sarah había intentado interesarse por él, por su salud, decirle que todo iba bien y que el trabajo le esperaría pero sabía que eso último, aunque le habría gustado, no era cierto.

Barrió y bajó las persianas despidiendo con una sonrisa a los últimos clientes. Últimos no, todavía quedaba el señor que había entrado a última hora, totalmente empapado. Estaba sentado en una esquina y miraba el servilletero como si fuera un objeto muy interesante.

—Señor, disculpe —dijo Sarah conteniendo su impaciencia pero decidida a echarle para poder irse a su casa. No en vano, tenía que abrir al día siguiente a primera hora y no habría nadie para ayudarla.

—Sí —dijo alzando la vista, parecía un poco desorientado. Sarah había visto expresiones parecidas en estudiantes tras varios días de exámenes—. Me gustaría un expresso. Gracias.

—Lo siento, pero hemos cerrado ya —dijo con toda la amabilidad que pudo reunir en una sonrisa falsa que iluminó su rostro—. La cafetera está apagada y, como puede ver, usted es el único que queda en una cafetería con las persianas bajadas.

—Oh, disculpe —dijo el señor levantándose de golpe—. Es tarde, ¿verdad? Pero vi la luz encendida y este sitio huele tan bien...

—Tostamos el café —explicó con un matiz de orgullo, le encantaba que hablaran bien de su negocio—, cada mañana.

—¿Cada mañana? —El señor estaba sorprendido. Parecía un tipo inofensivo, vestido con un traje de chaqueta lleno de manchas y mojado, por culpa de la lluvia. Sarah supuso que debía de tratarse de algún profesor, quizá algún invitado extranjero aunque por el acento no lo parecía. La universidad atraía a grandes mentes de todos los rincones del planeta—. Debe de ser delicioso. Ahora siento más aún el habérmelo perdido.

Sarah sonrió. El tipo debía de rondar el medio siglo y parecía perdido. Sintió una punzada de compasión y, por qué no admitirlo, aquello era lo más parecido a un pretendiente de su edad que podía encontrar por la zona. Desde que John había llegado, el Bittledrops se había llenado de estudiantes, jovencitas en su mayoría, de primer año. Ella podía presumir de su café y de las tartas pero el mérito de la nutrida clientela se lo debía al joven.

... O te sacarán los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora