M

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Nunca había tenido nombre. Nunca lo había necesitado. Para los mortales era un cuervo, para los muertos... Bien, solo se veían una vez así que las presentaciones no servían de nada. Él era un mensajero, uno de muchos. Y en un trabajo como el suyo, no quedaban después del horario laboral para hacer unas copas y criticar al jefe. Porque ellos no eran sus obreros, ellos eran sus dedos, sus manos, sus ojos... Prolongaciones de lo inalterable que se extendían por los confines del mundo y del tiempo. No tenía sentido un nombre porque las hojas de los árboles no tienen un nombre, las piedras del camino, cada conejo, cada pájaro, cada flor que se marchita, cada hormiga del hormiguero... no hay nadie para darle un nombre único y personal.

Él no había necesitado un nombre porque nunca nadie se lo había puesto. Pero desde que John le bautizó, algo adquirió conciencia dentro de M. La certeza de que era diferente a los demás porque los otros no tenían nombre. Y si lo tuvieran, no sería el suyo. Y M dejó de ser un mensajero de la muerte para ser M, el cuervo de John.

¿El hormiguero notaba su ausencia? M habría jurado que no. Y probablemente si todo estuviera bien, así sería. Pero desde que los problemas le seguían como la mierda del zapato, sabía a ciencia cierta que todas las hormigas estaban pendientes de sus huellas. La aparición del Condenado no hacía sino confirmar su creencia. Por supuesto, los mensajes habían sido claros. La Reina había hablado: M tenía que limpiar toda la mierda si quería regresar al hormiguero.

Sí, se acababa el tiempo. Pero M no tenía prisa, ¿verdad? Disfrutaba de cada segundo que pasaba en el cuerpo de John. Nunca había estado vivo. Nunca. Nunca había sentido el paso del tiempo ni había tenido frío. Ni había reído. Ni saboreado una hamburguesa. Ni olido el café recién hecho. La vida tenía cosas malas sí, pero eran esas cosas malas las que hacían que todo lo bueno mereciera la pena.

Todas esas cosas las había visto como quien mira a través del cristal de una pecera. Con curiosidad pero sin envidia. Pero ahora, al vivirlo, al estar vivo, no quería volver al otro lado del cristal.

Supo que algo no iba bien en cuanto abrió los ojos y se encontró con la mujer de las trenzas de colores mirándole fijamente. Esperándole.

—Buenos días, M.

—Estoy en la cama, estás en la cama —observó M—. ¿Por qué estamos vestidos?

—Tengo que hablar contigo —empezó.

—¿Sabes hacer café? —preguntó—. Me encanta el café. El olor a café. John hace café todas las mañanas. No toma nada más y sale corriendo pero me quedo un rato en la ventana y lo huelo. Huele bien. He intentado hacer uno pero no he sabido. No era lo mismo.

—¿Café? —exclamó Isabella—. Sí, claro. ¿Por qué no? Te haré un puto café. ¿Quieres también unas magdalenas?

—No, pero un donut no estaría mal.

—Creo que no hay en casa. Tendría que salir a comprarlo y, claro, no tengo nada mejor que hacer.

—¿Detecto sorna en tu voz? —preguntó M enarcando una ceja—. ¿Estás enfadada?

—No, M, estaba enfadada hace un rato mientras miraba a John dormir y me daba cuenta de que le has robado su vida. Ahora estoy furiosa. ¿Sabes lo que me ha pasado esta noche? —preguntó con voz temblorosa por la rabia.

—No, en contra de lo que pareces creer, no lo sé todo y no te vigilo.

—Me encontré con un par de conocidos tuyos —dijo. Y a pesar de su cabreo, estaba encendiendo la cafetera. «Bien. Café. Café. Café», aplaudió mentalmente saboreando de antemano el negro brebaje. Isabella seguía hablando pero M no le prestaba mucha atención, estaba demasiado ocupado buscando las botas debajo de la cama—. ¿No quieres saber cuáles?

... O te sacarán los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora