David

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Llovía. Como hacía cada día desde que había llegado a esa condenada ciudad. David contempló el caos de la calle desde la lejanía que le confería su vista privilegiada a través del cristal mientras saboreaba una deliciosa taza de café recién hecho. No era un tipo escrupuloso, ni amante de lujos caros, no era un sibarita ni mucho menos, pero adoraba el café. Negro. Como lo hacía en el sur donde había pasado su adolescencia y había perdido su corazón.

El café negro siempre traía recuerdos negros. No siempre malos, en realidad, casi nunca lo eran, pero eran negros. Buenos recuerdos de ojos oscuros y melena al viento, de sonrisas sinceras y caricias a escondidas en las tardes de verano, de promesas que se perdieron en la brisa.

Miró a su alrededor y vio la cantidad de cajas por desempaquetar cuando ya hacía casi un mes que vivía de Downton. Las bombillas seguían colgando directamente del portalámparas sin más protección que la que brindaba un pedazo de cartón de la propia caja. «Modelo siberiano», había ironizado mientas se convencía de que solo sería por unos días. Pero los días se habían convertido en semanas y el día anterior se había convertido en un mes. Quizá podría encontrar algo de tiempo para acabar de desenvolver, comprar algún cuadro, poner lámparas... Pero no se hacía ilusiones. Lo que disfrutaba en ese momento era su pequeño oasis, su refugio de paz. Afuera, estaba el caos, la destrucción y la muerte. Eso era lo que le daba de comer, ¿no?

David se tomó con calma el desayuno, deleitándose con cada bocado, mientras se ponía el traje de trabajo. El uniforme, como llamaba cariñosamente al traje de chaqueta azul oscuro, la camisa gris y la corbata a juego. Sonrió al recordar el otro uniforme, el que había llevado hasta no hace tanto, el uniforme verde militar de los marines. Ese sí tenía más clase. Al menos, cuando lo veía no pensaba en banqueros, ni burócratas... «Ni camareros». Aunque probablemente tampoco pensaran eso del que llevaba puesto cuando se colocaba la pistola y la placa.

La alarma del móvil le avisó de que le quedaban cinco minutos para salir de casa. Engulló como pudo los restos de la tostada y se tragó el café de dos largos sorbos antes de dirigirse corriendo al cuarto de baño para lavarse los dientes antes de salir de casa.

«Una boca limpia es una boca sana», recordaba la cantinela de su madre cada vez que cogía el bote de pasta y el sabor fresco del mentol usurpaba el puesto del amargo del café. Se miró al espejo. Todavía llevaba el pelo corto al más puro estilo marine pero se había acostumbrado a la comodidad y a la rutina y ahora era reacio a cambios radicales. «Porque dejar el ejército por el FBI no fue radical, ¿verdad?». Y que de esa forma se disimulara su cada vez más pronunciada calvicie no tenía nada que ver. A pesar de la corta longitud de su cabello, se podía apreciar su color rubio, como las cejas y la barba de tres días que sería de cuatro al día siguiente si no se decidía a afeitársela. David bufó y se lavó la cara. Una vez más. Ya estaba listo. Claro que estaba listo. Solo estaba haciendo tiempo.

En esos minutos justo después de levantarse, cuando no había sonado el teléfono y podía desayunar con calma, mirando por la ventana. Cuando podía darse una ducha y plantearse si afeitarse o no, cuando no se trataba de salir corriendo abrochándose la camisa por la escalera y rezando porque alguien se hubiera acordado de comprar café... Era esos momentos en los que agradecía su vida. Los cogía, los guardaba y los atesoraba porque cuando saliera allí fuera, sabría que tenía un sitio al que regresar.

Un sitio donde la gente estaba viva, y conservaba los ojos.

... O te sacarán los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora