David

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Aparcó el coche delante del depósito de cadáveres. Seguramente, los otros llevaban un buen rato allí dentro pero estaba hasta las narices de ir dependiendo del coche de los otros y se había acercado a alquilar uno. Después de todo, pagaba la agencia. Con suerte, ya no tendría que pedir a los locales o, peor aún, a Isabella Smith que le acercara a una escena del crimen.

Se identificó en la entrada pero, no había dado ni dos pasos que ya tenía detrás de él a sus canguros de Los Valles.

—Llega tarde —dijo con una sonrisa el detective Santos—, han traído a la momia hace un rato.

—Lo sé, estuve antes en el cementerio —dijo David, al recordar lo que había sucedido la hora anterior.

—Sí, eso dijo Jacobs. Lleva toda la mañana pegado al teléfono, buscando a su chico perdido.

—No es mi chico perdido —gruñó David—. Es un testigo valioso y una víctima potencial que anda desaparecido porque su compañero se tomó muchas libertades. Demasiadas. —Se había guardado sus sospechas pero había algo que no encajaba en todo eso. ¿Por qué Jacobs había vuelto a por John? ¿Más de veinte años de experiencia y ni siquiera le puso unas esposas?

Un tipo con gafas y una bata blanca se presentó como el forense destinado para el caso y le sacó de sus pensamientos. Jacobs colgó su teléfono y se les unió, dedicándole una sencilla inclinación de cabeza como saludo. Demasiado poco para todo lo que David necesitaba saber.

Entraron en la sala de autopsias, no era la primera vez que entraba en una pero siempre sentía cierto desasosiego. Le gustaban los hospitales, en eso era un tipo raro, le gustaba el olor a desinfección y el orden que transmitía. Sin embargo, siempre lo pasaba mal en la morgue. Era como el recordatorio de dónde acabarían todos, recordar que podía pasarte en cualquier momento y no era agradable.

En el centro de la sala había una cama metálica sobre la que descansaba el cadáver reseco de un hombre. El olor a rancio era más que evidente, aunque se camuflara con los restos de formaldehido que todavía eran patentes, pero, al menos, ya no estaba en ninguna de las fases pútridas.

—Raynolds Eugene O’Malley —recitó el forense—, varón, cincuenta y tres años. Fallecido el cinco de septiembre de dos mil once. Causa de la muerte: hemorragia masiva por rotura total de la arteria aorta, la vena cava y la pulmonar. Fallo sistémico por pérdida del músculo cardíaco. Rotura incisa de cuatro costillas con perforación pulmonar...

—Le abrieron el pecho y le sacaron el corazón —abrevió Santos, repasando con su bolígrafo la cicatriz del pecho del cadáver.

—Sí, así es —dijo el forense—. Pero eso ya lo sabíais, ¿por qué la exhumación?

—Coincide con la descripción que han dado los testigos de mi caso —dijo David empezando a sentirse como un idiota mientras su caso se desmoronaba sobre su cabeza. «Siempre te queda la teoría del espectro», se dijo—. ¿Seguro que es Raynolds O’Malley?

—¿Seguro que sus testigos han visto a Reynolds O’Malley? —dijo el médico haciendo incidencia en lo que era más probable.

David suspiró y miró al cadáver que tenía delante. Intentó imaginárselo como había sido en vida, había visto muchas fotos. Entonces, por algún motivo, se lo imaginó con veinte años menos arrebatándole a Marie. Frunció el ceño y apretó los puños. No era más que un cadáver frío y gris pero su sola presencia le convulsionaba el alma. Entonces lo volvió a oír, el llanto del niño.

Allí no había ningún niño.

—Si me disculpan... —se excusó. Tenía que salir de allí, tenía que alejarse. Se metió en el baño a tiempo de escuchar una broma estúpida de Santos que se quedó en la puerta. Se mojó la cara para intentar quitarse esa imagen de la cabeza. Y el llanto del niño... «Un niño... había un niño». Recordó que no era la primera vez que oía ese sonido, lo había oído por primera vez en el hangar, antes de que apareciera el cadáver de Marie.

«Ray O’Malley violó y mató a Marie, a su Angel, pero no fue el único. Fueron tres, había tres responsables en ese hangar. Allí sucedió todo». Eso había dicho John, y en aquel momento le había dado por loco. Casi le había golpeado, tenía muchas ganas de hacerlo. Pero ahora sus palabras cobraban más fuerza.

Una melodía empezó a sonar al otro lado del lavabo. En un acto irreflexivo, David se metió en uno de los baños y cerró la puerta con cuidado para que no hiciera ruido, sin dejar de prestar atención a lo que sucedía al otro lado.

—Sí, soy yo —dijo Jacobs a quién estuviera al otro lado del auricular—. ¿Qué... qué demonios estás diciendo? ¿Estás loca? Eres una maldita chiflada, no sé qué te habrá contado pero es un puto yonki, yo que tú me alejaría, gente así solo causa problemas—. David se esforzó por escuchar lo que decía el otro tipo pero no había forma, fuera lo que fuese, parecía que Jacobs se estaba poniendo nervioso—. ¿El Happy Dog? Sí, claro que sé dónde está ese puto cartel. ¡No me vengas con gilipolleces! ¿Acaso te crees que nací ayer? ¡Me importa una mierda a quién se lo vayas a decir, puta chiflada! ¡Te lo he dicho! ¡No es más que un chapero colgado, nadie va a creerle! ¡Maldita puta! —gritó debió colgar el teléfono porque no dijo nada más.

El grifo sonó durante un rato y después, la puerta se cerró de nuevo. David se aseguró de que no había nadie allí antes de salir de su escondite. Había sido un poco infantil, esconderse en el váter para que no le vieran, pero había dado su fruto.

«Chapero colgado...», podía tratarse de cualquiera pero había muchas posibilidades de que estuviera hablando de John Doe, aunque hablara con una mujer. «Ha dicho puta chiflada... ¿Isabella?». Fuera lo que fuera, parecía una pista para encontrar a su testigo.

... O te sacarán los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora