John

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John había tenido mucha suerte con ese camionero, hacía una ruta muy similar a la que había hecho él el año anterior y que le había acercado a Los Valles. Sabía que hacer autostop era arriesgado, pero tampoco tenía muchas alternativas a ir a pie por una carretera en medio del desierto. Así que, cuando vio el camión con las pegatinas de Los Santos, le pidió que le dejara acompañarle, y el tipo aceptó sin muchos contratiempos.

—¿Qué pasó con la chica de anoche? —le preguntó el conductor al cabo de un rato de silencio incómodo—. Os vi muy acaramelados en el restaurante.

—Han surgido algunas... diferencias —murmuró John, prefería no pensar mucho en ello—. Estará mejor sin mí.

Para su sorpresa, le camionero estalló en sonoras carcajadas que retumbaron por toda la cabina ahogando, incluso, el sonido del motor.

—Crío, ¿cuántos años tienes? —preguntó—. Hablas como si fuera el fin del mundo. ¿Qué problemas se pueden tener a vuestra edad? Ya verás cuando tengas una familia, cuando veas cómo es el mundo real. Entonces, querrás ponerte dramático y no podrás.

John forzó la sonrisa. No, desde luego, él no sabía nada de los problemas del mundo real. Pero en algo no se equivocaba su conductor; nunca sabría lo que significaba tener una familia. El viaje prometía ser amenizado con conversaciones sobre lo dura que era la vida de un padre de familia numerosa cuando un cuervo golpeó el cristal.

La sorpresa hizo que el conductor diera un golpe de volante que amenazó con hacer volcar el camión, pero la experiencia del piloto hizo que recuperara el control al momento. Ambos tardaron un momento en recuperar el aliento por la impresión.

«¿Un cuervo? ¡M!». John se alarmó y se abalanzó contra la ventana. Un pájaro negro yacía en el suelo. Inmóvil. Por un instante, se temió lo peor, pero un segundo más tarde, M se levantó y alzó el vuelo como si nada hubiera pasado. John suspiró aliviado. Aunque ya se imaginaba que el cuervo no se habría tirado contra el camión si pensara resultar herido. Podría ser un cabrón pero no parecía tan estúpido como para fastidiarlo todo de esa forma tan repentina e injustificada.

¿Injustificada?

—¡Qué coño ha sido eso! —exclamó el camionero que apenas se había recuperado del susto.

—Un pájaro —dijo John—, pero no se ha hecho daño.

—Me importa una mierda el pájaro, me ha agrietado el cristal. ¡Joder! —Era cierto. Una estrella se había formado en el parabrisas a la altura del copiloto, justo a la altura de los ojos del acompañante.

«¿Qué intentas decirme?», se preguntó John siguiendo con la mirada la silueta del pájaro que volaba haciendo círculos por encima de lo que parecía los restos de un viejo aeródromo.

—¿Qué haces? —le preguntó, extrañado, el camionero, cuando John se bajó del camión—. Lo arreglaré en cuanto llegue a Los Santos, en realidad no es nada grave, solo es molesto.

—Creo que ya he llegado —le respondió John—. Muchas gracias por el viaje.

—¿Has llegado? ¿A dónde? ¡Aquí no hay nada más que desierto! —exclamó. John se encogió de hombros y se colocó la mochila—. Bueno, chico, allá tú. Te va a dar una insolación.

John se despidió con la mano mientras se adentraba en el desierto, rumbo a donde le indicaba su cuervo guardián. El sol caía inclemente y no tardó en empezar a sudar. Se remangó las mangas, pero la visión de las cicatrices hizo que de nuevo se cubriera los antebrazos. No era que hubiera mucha gente por allí, pero a él mismo le dolía verlas.

No llevaba la mejor ropa para caminar por ese terreno, y las botas le cocían los pies. No pasaron un par de minutos antes de que la camiseta se pegara a su cuerpo empapada en sudor. Así que, cuando entró en ese hangar medio abandonado, agradeció la sombra y el frescor que había en su interior.

... O te sacarán los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora