Prólogo

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Hyukjae estaba agotado.

—Todo lo que pido son flores azules sobre un fondo magenta. Sí, veinte. El banquete se celebrará en pocas horas, ¿entiende? No es culpa mía si su estúpida furgoneta ha sido víctima de un robo. Tráigame esas flores lo antes posible o los denunciaré por incompetentes.

Oír a su hermana gritando histérica por teléfono era la peor solución para la resaca. Estaba convencido de que la noche anterior había roto todas y cada una de las reglas de Sora, desde la que le prohibía salir la noche antes de un trabajo importante, hasta la que prometía una bronca de tres horas, para la cual solo debía parecer un vagabundo, en una iglesia de miles de dólares, sobre una silla de cientos, vestido con un traje alquilado y que apestaba a alcohol y a tabaco.

Le ardía la garganta con furia. Sentía cómo cada sonido, por mínimo que fuera, entraba por sus oídos, le rompía los tímpanos y explotaba en su cabeza como la más aguda de las trompetas.

Visualizó, mientras se apretaba las sienes con dos dedos, a través de las gafas de sol más oscuras que había encontrado en el coche, la forma en que ella se recogía el pelo en un moño y lo atravesaba con un lápiz para que no se le cayera. Sus ojos estaban furiosos cuando lo miraron. Allá iba.

—¡Estarás contento! —Sora tenía la voz extremadamente aguda cuando chillaba y eso solo empeoraba la situación— ¡Mírate, por Dios! ¡Parece que te acabo de recoger de la calle! ¿Siquiera has pensado en cambiarte la ropa, en peinarte, en afeitarte? ¡Eres uno de los empleados que más necesito ahora mismo, Hyukjae! ¡Todos los recuerdos que queden de esta boda dependerán de ti! ¡Me pagan el triple que en cualquier otro trabajo y no voy a permitir que lo estropees! ¡Levanta tu culo plano de ahí y arreglate de una vez!

Hyukjae no solía arrepentirse de las cosas que hacía, pero en aquel momento estaba deseando con todas sus fuerzas decirle a su yo del pasado que, bajo ninguna circunstancia, aceptase trabajar en la empresa de su hermana. Al principio había sido incluso divertido. Ella organizaba las bodas de los demás y él se encargaba de sacar fotografías. Ganaban una cantidad de dinero bastante aceptable. Normalmente la situación era tranquila. Excepto cuando el cliente tenía suficiente dinero para organizar un banquete en pleno Manhattan y pagarles, tanto a Sora, como a él, como al resto de la empresa, un billete de avión y una habitación de hotel individual.

Pues claro que entendía que Sora estuviese furiosa.

Con la cabeza gacha, alzó poco más que la mirada en el momento en que Sora se inclinó, con los brazos cruzados y el ceño tan fruncido que amenazaba con quebrarse. Parpadeó lentamente.

No le contestó, no quería más gritos.

Se levantó de la silla con lentitud y notó todos sus músculos contrayéndose por el cansancio. Con cada paso que daba, sus piernas se iban despertando, poco a poco. Atravesó el largo pasillo de la iglesia sin prisa. Llegó a un par de puertas de madera y empujó la que tenía el muñeco con pantalones.

Se peinó con los dedos, se lavó la cara con agua congelada, se echó ambientador con olor a bosque de la pradera para eliminar el edor de la discoteca y metió la camisa bajo los pantalones para parecer menos desaliñado. Contra la barba de varios días que sombreaba su rostro, no podía hacer nada. Contra el horror que tenía por aliento, fue a uno de los monaguillos y le pidió un chicle. También una pastilla para el dolor de cabeza, pero no tenía.

Absolutamente nadie en la puta iglesia más grande de Nueva York tenía una dichosa pastilla efervescente.

Llegó a Sora malhumorado, con las manos en los bolsillos de los pantalones que acababa de alisar a base de caricias y golpes con las manos abiertas. La miró sin quitarse las gafas, mascando el chicle y haciendo virguerías con él dentro de la boca. Se detuvo cuando se dio cuenta que eso no ayudaba a menguar la resaca.

Inefable [EunHae +18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora