Capítulo 62

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Deborah Harris, de sesenta y nueve años, vivía sola en Ketchikan desde que su marido había fallecido veinte años atrás. No tenía hijos, aunque, siendo la trabajadora más anciana de la pescadería, consideraba a todos sus compañeros como parte de su familia. Siempre había sido así y era feliz de esa manera, pero cuando, meses atrás, un chico de ojos rasgados y expresión tétrica había aparecido en su puerta pidiéndole asilo, su viejo corazón había vuelto a latir entusiasmado.

Se había encariñado rápidamente con ese silencioso chico. Llevaba guardado en su pecho el secreto de todas las veces que lo había oído llorar y encerrado en un recuerdo la preciosa escena de verle tocando el piano que tanto le recordaba a su Mikael. Le había dejado soltar su tristeza en soledad los primeros días, hasta que, con un cigarrillo entre los dedos, le había pedido trabajo. Así que se lo había dado. Durante meses, Hyukjae le había llevado los pesados cubos de pescado, había hecho de dependiente junto a ella, le había hecho la compra y le había mostrado una sonrisa sin sentimientos.

Ella había sabido desde el principio que la abuela del chico ya no estaba con ellos, pero se había dado cuenta, poco después, que había algo más perturbando la paz de Hyukjae. Algo o alguien. Nunca había intentado averiguar de qué se trataba.

Y quién le iba a decir a ella, después de todo lo que había visto en sus densos años de vida, que estaría emocionándose solo por ver una sonrisa.

Deborah Harris apoyó la sien en el marco de la puerta y observó silenciosamente la escena que sucedía en su jardín lleno de nieve. Había mandado a esos dos chicos con buena salud que limpiaran los caminos ahora que por fin estaban en vacaciones y los comercios habían cerrado. Pero lo que ellos hacían no se acercaba a su petición ni por asomo.

Movió la cabeza con diversión. Soltó un encariñado suspiro y volvió a entrar en casa, cerrando la puerta a su espalda.

***

Hyukjae intentaba colocar bien la segunda bola de nieve encima de la primera. Nunca había hecho un muñeco de nieve y la verdad era que tampoco había despertado con muchas ganas de salir. Limpiar el camino y volver dentro para tomar un chocolate caliente junto a la chimenea era su plan perfecto para pasar el 24 de diciembre. Pero no el de Donghae.

Con un par de pucheros, un montón de besos y un "te quiero" había logrado tenerlo donde lo tenía.

El amor lo había vuelto estúpido.

—¿Cómo se va a llamar? —preguntó Donghae, que estaba ocupado formando la bola que iba a transformarse en la cabeza.

—Muñeco de nieve.

Se encogió de hombros con indiferencia. Cualquier cosa podía ser mejor que llamar "Aguafiestas" a un tiburón. Cuando le oyó chasquear la lengua, rió y lo miró.

Era adorable. Ya podía estar haciendo girar una bola blanca por el suelo, cocinando estofado con Deb, mirándolo mientras vendía pescado o durmiendo. Ya podía estar enfermo o gimiendo su nombre. Ya podía estar llamándolo "imbécil", "lobo" o "Hyuk". Ya podía decirle que lo quería o burlarse porque se le había confesado sin querer.

Agitó la cabeza para quitar ese vergonzoso recuerdo de su cabeza. Tomó aire y lo soltó, viendo el vaho esfumándose al instante.

Donghae soltó un suspiro tan sonoro que tuvo que volver a mirarlo. Estaba arrodillado en la nieve. Llevaba un abrigo enorme, la bufanda arrugada bajo la barbilla, unos guantes de la señora Harris y un gorro de lana con una bola blanca que se movía junto a él. Sus mejillas estaban rojas por culpa del frío, pero sonreía de tal manera que parecía mentira.

Por suerte era real.

Su abuela siempre había tenido razón. Incluso en el hospital, ella se lo había dicho. Y aunque él no la había creído en ese momento, ahora solo podía admitirlo.

Inefable [EunHae +18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora