Hago mis propios amigos. "Joshua"

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Algunas personas socializan y hacen amigos, ya sea por su humor, carisma o porque tienen dinero. Yo, en cambio, construyo mis propios amigos.

Mi nombre es Joshua Dustin Turner, tengo doce años y vivo en Ottawa, Canadá. Mi madre, Jennifer Turner es ingeniera en robótica y trabaja en fábricas donde se ensamblan automóviles, aviones y barcos, reparando y dando mantenimiento a las máquinas y brazos robóticos.

A muy temprana edad ya era bueno construyendo cosas, cada cumpleaños pedía un paquete de legos para construir. Cuando tenía siete años construí un helicóptero, y con piezas de repuesto que mi madre me trajo (engranes, cables, tornillos, etcétera) lo hice volar, ella estaba orgullosa de mí. En la escuela todo era diferente. Nadie me quería cerca, era el bicho raro del lugar. Tengo dislexia y déficit de atención por hiperactividad, lo que afecta mi promedio escolar de forma negativa. Nunca tuve un solo amigo, estaba solo.

Cuando entré a la secundaria, encontré un espacio para mí. Había un taller mecánico para los de grado superior, pero al ver lo bueno que era con las máquinas, el profesor encargado me dejaba pasar ahí mis ratos libres y después de clase, cuando mi madre trabajaba hasta tarde. Ahí, con tantas máquinas y herramientas, me sentía más cómodo que con las personas de carne y hueso. Fundía metal y lo ensamblaba, cortaba y soldaba con oxi-acetileno, entretejía cables y acomodaba engranajes para hacer funcionar el mecanismo. Todos los días trabajaba en mi proyecto y lo dejaba cubierto con una manta, le pedía al profesor que lo vigilara para que nadie lo viera antes de que estuviera terminado.

—No sé qué es lo que estás construyendo, Joshua— me dijo un día el profesor—, pero si funciona, tal vez pueda recomendarte para una beca en la universidad. Puede que seas un prodigio.

Se me hizo un nudo en la garganta solo de pensarlo. La universidad sería diez veces peor que la secundaria, no sólo porque las clases serían mucho más complicadas y la dislexia empeoraría, sino por los chicos mayores que compartirían esas clases conmigo. Estoy seguro que me golpearían o algo peor. Se me ponía la piel de gallina al imaginarlo.

Una tarde, al volver a casa mi madre estaba cocinando y tarareando una canción. Se veía tan bella con su cabello oscuro y sus fuertes brazos trabajadores, tenía ojos castaños y no usaba nada de maquillaje, pero no impedía que se viera preciosa.

Comimos una sopa de fideos y pastel de carne, mientras veíamos Star Wars, nuestra saga favorita. Me fascinaban las habilidades mecánicas de Anakin Skywalker cuando construyó su nave de carreras. Yo intenté hacerlo una vez, con legos, pero solo tuve piezas suficientes para hacer parte de una de las turbinas.

—Pequeño, tengo un regalo para ti— dijo mi madre.

Ella recogió los platos y fue directo a su habitación. Regresó con una caja de madera con bisagras de bronce, tenía más o menos veinticinco centímetros de largo, quince de ancho y doce de alto.

—Aquí está, querido, tu padre quería que te lo diera cuando estuvieras listo y sé que ahora lo estás.

Me entrego la caja y yo la abrí sin saber que decir. Dentro había algo parecido al núcleo de una máquina: una esfera de bronce con rubíes en el ecuador, un eje la atravesaba de polo a polo y estaba encerrada en una "jaula" del tamaño de mi puño, también hecha de bronce. Tenía un botón en la parte de arriba, donde estaba la cadena para colgarse el núcleo en el cuello.

—No lo presiones cielo, sólo en caso de emergencia— dijo eso como si presionar ese botón fuera lo más peligroso del mundo—. Tú sabrás cuando sea el momento.

No es fácil ser un semidiósDonde viven las historias. Descúbrelo ahora