Mientras la lluvia nocturna caía, el hombre maldecía por lo bajo a los cielos, mirando hacia las nubes con fastidio en los ojos. Está apoyado en el mismo árbol dónde se refugiaba Diot hace un par de horas, a sus espaldas tiene una rudimentaria tienda armada con una débil fogata ardiendo.
—Maldita sea, justo cuando estábamos tan cerca.
Otro sujeto se le aproximó y le preguntó:
—¿De qué te quejas ahora?
—Es está condenada lluvia, ya íbamos a llegar a la aldea y ahora tendremos que pasar la noche aquí.
—Pues yo creo que es un buen lugar. Ya deja de quejarte, sabes que los caballos pueden resbalar en el lodo y todos son esenciales, no podemos darnos el lujo de perder alguno.
—¡Son solo un montón de campesinos! No creo que haya nadie entre ellos que vaya a ser un buen oponente, aun no entiendo porqué quieren que borremos del mapa a esa aldea.
—No es necesario que lo entendamos, solo cumplir con las ordenes. Mañana a primera hora saldremos con los muchachos así que ahórrate las quejas y duerme.
—¿Setenta mercenarios bien entrenados contra un montón de campesinos en una aldea como de cien personas? Creo que ni siquiera será necesario que vaya mañana.
—Ya empieza a anochecer, revisa que los caballos estén bien y luego vete a dormir.
El primer sujeto asintió de mala gana mientras el segundo se alejaba dispuesto a dormir para poder descansar de todo un día de cabalgata. A la mañana siguiente, muy de mañana, los mercenarios continuarían su camino hacia la pequeña aldea que quedaba cruzando el bosque.
Algunas horas después, con los primeros rayos del sol, Diot se dio cuenta que no había podido dormir en toda la noche. La idea de que su padre y hermano ya estuvieran muertos le aterraba al mismo tiempo que se preguntaba si el día de hoy conseguiría, por fin, atrapar algún animal para alimentar a su familia; aún no sabía manejar el arco y la flecha como su padre y tampoco sabía de trampas como su hermano mayor. Todos en la familia extrañaban el sabor de la carne.
Agotada por la noche en vela, se dirigió al pequeño cuarto que sus hermanos menores compartían para despertarlos y empezar la jornada. Entonces, un repentino escalofrío le recorrió la espalda: Hann no estaba. Su cama vacía fue lo ultimo que vio antes de salir presurosa del cuarto.
La chica salió corriendo de la casa. Esto no podía estar pasando. Hann no podía hacer esto a la familia, no quería perder a nadie más. Tomó prestado el caballo del herrero y salió en busca de los tres viajeros que noche antes habían visto, era obvio que su hermano estaría siguiéndolos o algo así. Salió de los límites de la aldea y cabalgó como pudo hacia las colinas y diviso a lo lejos un pequeño carromato que se alejaba.
— ¡Haaaaann! ¡Vuelve, por favor!
El conductor del carromato era el comerciante que les había sonreído en la taberna del pueblo la otra noche. La saludo y le dijo que su hermano efectivamente estaba con ellos.
—Mi nombre es Ozral y solo soy un humilde mercader, pero lo siento chica, no puedo entregarte a tu hermano. Soy un hombre de palabra y el chico ya pagó y todo su viaje con nosotros— dijo mientras se encogía los hombros.
—¿Pa-pagó? —Diot lo miro asombrada mientras desmontaba torpemente.
De pronto, Hann asomó la cabeza por la parte trasera del carromato y sonrió alegremente a su hermana, bajó de un salto y pidió un momento a Ozral.
—Diot, no pensé que vendrías a despedirme —le dio un abrazo.
Ella lo sujetó de los hombros y lo miró con urgencia.
— ¡¿Qué dices?! Esto es malo, Hann. ¿Qué crees que harán los tres cuando se den cuenta que les pagaste con oro o plata falsos?
— No te preocupes hermana, nada de eso era falso.
Diot soltó un jadeo.
—¿De dónde lo sacaste?
—Me lo prestaron nuestros amigos de brillantes armaduras.
—¿Armaduras? ¡¿Estás loco?! ¡¿Le robaste a los soldados del rey Valdro?!
—¡No importa! —se hizo soltar de un manotazo brusco. — ¡Nos lo deben después de haberse llevado a papá y a Pestrik!
Él empezó a regresar hacia el carromato mientras Diot se quedaba estupefacta por algunos segundos, luego reaccionó. ¡No iba a dejar que nadie más se fuera de su lado! Trató de tomar su muñeca, pero Hann la empujo haciendo que cayese de espaldas al suelo, perdiendo el conocimiento al golpearse con una roca.
Todo se volvió oscuro.
Habían pasado algunas horas cuando Diot despertó con un fuerte aroma de humo y carne chamuscada quemándole la nariz. Se sentó sujetandose la cabeza y, desde la colina donde Hann la había abandonado, pudo divisar que una enorme columna de humo se alzaba en su pequeña aldea.
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Diez estrellas y un deseo
Aventura¿Qué tienen en común una campesina, un cazarrecompensas, una muerta viviente, un híbrido, una reina caída, un íncubo y un rey? Todos tienen un deseo que quieren cumplir. Se dice que aquel que obtenga una posesión de cada uno de los diez antiguos mag...