Hubo una ocasión, cuando tenía unos cuatro años, en la que le pregunté a mi padre qué era la muerte. No sé por qué lo hice, no me acuerdo del motivo, pero sí recuerdo perfectamente la respuesta de mi padre.
Él no se sorprendió por aquella pregunta, como quizás habría hecho cualquier otro padre. En su lugar, me miró con un brillo de curiosidad en sus ojos pardos y verdosos, y respondió simplemente:
—La muerte es parte de la vida. Igual que tu madre y yo somos parte el uno del otro.
En aquel momento no supe entender qué estaba diciendo. Seguí insistiéndole con mis preguntas, pero él se limitó a sonreírme y revolverme el pelo con cariño.
Ofuscada por aquello, busqué a mi madre, le conté lo que mi padre me había dicho, y le pregunté qué había querido decir.
Mi madre me sonrió y contestó que lo descubriría con el tiempo.
Por supuesto, en aquel momento me pillé un mosqueo del revés, pero mi madre tenía razón. Con el tiempo descubrí lo que ellos querían decir. La vida y la muerte existían sobre el mundo, igual que el bien y el mal, el orden y el caos, y por muy terribles que sonaran algunas de ellas en cada dicotomía, ambas eran necesarias para el equilibrio del mundo, forman parte de él, igual que mis padres, al igual que todos los demás que eran como ellos.
Os estaréis preguntando por qué estoy soltando este rollo filosófico tan raro recién empezando esta historia, pues antes de seguir me gustaría preguntaros algo: ¿creéis que existen los ángeles y los demonios? Y no, esto no tiene que ver con creencias ligadas a la religión, me refiero a si independientemente de vuestra espiritualidad creéis en la existencia de esas criaturas salidas de grandes historias del pasado que parecen mitología, que han aparecido en textos apócrifos, libros y también incluso en animes, películas, cómics y novelas de fantasía. Y es que eso es lo que parece que son... pura fantasía, pero yo sé que es real, que esas criaturas existen, ¿que cómo lo sé? Porque mis padres lo son.
Mi madre es un ángel, nada más y nada menos que el arcángel Gabriel, la Gran Mensajera Celestial, y mi padre un demonio poderoso, miembro del Triunvirato Infernal: Astaroth, el Gran Duque del Infierno. Aunque nadie que yo conozca en el mundo humano sabe de sus verdaderas identidades, para todos nuestros conocidos, solo son una pareja de humanos completamente corriente, con otros nombres y vidas normales.
Lo más posible es que no me creáis, que penséis que tengo mucha imaginación o que estoy loca, pero os equivocáis. Mis padres son un ángel y un demonio. Mi madre me lo contó cuando era pequeñita, cuando comencé a hacerle preguntas indiscretas y propias de la inocente curiosidad de una niña, y que cualquiera habría preguntado, como por qué ambos no solían comer ni dormir casi nunca ni tenían tan siquiera la necesidad de hacerlo, por qué tenían esas completamente opuestas personalidades tan entonadas, tan diferentes y sin embargo estaban juntos, el porqué de sus formas de actuar, de pensar, de hacer las cosas de forma distinta a la de cualquier humano y en cuyas acciones y palabras se reflejaban los años de experiencia y sabiduría que tendría un anciano que ha vivido demasiado. Simplemente, con todo esto, no necesito si quiera usar mucho la imaginación... no puedo verles las alas, pero no me hace falta, puedo asegurar que no son humanos.
¿Qué pasa conmigo entonces? Yo no soy un ángel ni tampoco soy un demonio, a pesar de ser la hija de dos seres sobrenaturales solo soy una chica humana, sin poderes, sin longevidad, sin nada inusual. Soy lo que se conoce como una Hija del Equilibrio, una mestiza, una humana nacida del amor entre un ángel y un demonio, aparte de claro, una adolescente estándar de dieciséis años.
ESTÁS LEYENDO
Dos velas para el diablo 2: Alfa y Omega
FantasyCuando Cat asiste al secuestro de su hermano Dari y otros Hijos del Equilibrio, por un misterioso grupo de demonios llamados Los Vigilantes, toma la decisión de embarcarse en su búsqueda para encontrarlos. Por el camino irá enfrentándose a peligros...