Capítulo 26: La Muerte Roja

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Parte 1- Los Destructores, los Vigilantes – Florencia, Italia.

Madonna Constanza se hallaba de pie en el gran salón de la Villa Diavola, contemplando los primeros rayos de la aurora por el inmenso y único ventanal de la estancia. Los invitados del último banquete se habían marchado hacía ya rato y había pedido a sus siervos que se retiraran, de vez en cuando necesitaba unos momentos de soledad, aunque esa soledad fuera siempre amarga y ácida, por todos los recuerdos dolorosos del pasado que acudían a su mente, pero debía dejar que acudiesen, porque así no los olvidaría. Se había jurado no olvidar.

Alguien llamó a las puertas. Aquello le molestó, detestaba que la interrumpieran cuando había ordenado específicamente que no lo hicieran, pero dio permiso para que quien fuese entrase.

La diablesa avanzó hacia ella, y sin subir los escalones del trono, que las separaban, hizo una airosa reverencia.

—Espero que sea importante.

—No os habría importunado de no ser así, madonna. —Se incorporó—. Tenéis visita.

No le hizo falta preguntar de quién, ya lo sospechaba.

—Bien. Puedes retirarte, Lisabetta.

Lisabetta asintió con una sonrisa, hizo otra reverencia y abandonó la sala. Momentos después, otro individuo entró en ella.

El demonio caminó lentamente y con desenvoltura, como si estuviera en su propia casa, y tenía una sonrisa torcida en los labios.

—Hola, Azazel —se quitó el sombrero y realizó un galante saludo—. Te veo tan guapa, fiera y atormentada como siempre.

Ella se enervó al escuchar la mención de su nombre antiguo. Había jurado matar a cualquiera que osara pronunciarlo en su presencia, pero con aquel demonio esa regla era una excepción, aunque no le gustase. Aun así, torció el gesto en una mueca de disgusto.

—¿Qué haces así vestido? Parece que vas a un rodeo.

Semyaza soltó una estridente y rasposa carcajada.

—No me parece que seas la más indicada para hablar de moda —señaló él apuntando el vestido con corpiño que llevaba ella, que había pasado de moda siglos atrás—. Si aún siguiéramos en esa época habría venido trajeado como todo un caballero, llevaría un sombrero más elegante y también una máscara para ocultar mis cicatrices, como aquella vez, en el baile de máscaras que organizaste en tu antiguo palazzo. Fue una celebración estupenda, y aún más teniendo en cuenta que mientras nosotros, los demonios, festejábamos dentro, fuera montones de repugnantes humanos desdichados agonizaban y morían por la Peste Negra —soltó otra carcajada—. Incluso recuerdo algunos detalles, estabas espléndida con ese traje de satén todo rojo y negro. Ya en aquel entonces te hacías llamar madonna Constanza, y yo era el conde Leonardo Grigori.

—No has venido hasta aquí para hablar de moda ni recordar buenos tiempos.

—En efecto, no —subió algunos escalones—. He venido a que me des tu respuesta sobre la proposición que te hice hace algunas semanas.

—Tienes mucho valor viniendo hasta aquí, teniendo en cuenta las amenazas que te lancé. Ahora mismo podría ordenar a mis siervos que te arrestaran y fueran a buscar al líder del Grupo de la Recreación para que te interrogase, torturase o hiciera contigo lo que quisiera.

—De ser tan ciertas esas amenazas, le habrías avisado ya, para que me preparase una trampa sabiendo que yo iba a volver aquí, pero sé perfectamente que no le guardas demasiado aprecio al viejo Asth, mi rubita preciosa.

Dos velas para el diablo 2: Alfa y OmegaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora