BELLA APARICIÓN

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El navío Mano de Rey se desplazaba mansamente sobre las aguas serenas que lo mecían y lo acuciaban a seguir su ruta, un largo camino en la trayectoria de esos hombres que habían osado adentrarse en la peligrosidad que para ellos supusiera el río Sangriento, el cual bramaba su cántico en el que se condensaban todas las cosas que lo convirtieran en el peor de los ríos que poseyera el Reino Próspero, y no sólo debido a la leyenda que le daba origen, sino asimismo al hecho que pocos se atrevían a desmentir de que acumulaba un historial de muertes a cada cual más horripilante y cruda en todo su recorrido. Ya lo decían los oriundos de Darmid, ya habían advertido de los riesgos que correrían aquellos que tratasen de internarse en él sin paliar alguna culpa; pues, según les habían referido los más viejos durante todo el tiempo que llevaban recorriendo el río, éste se prestaba a enmudecer a los que hubiesen cometido alguna falta, sepultándolos en la hondonada de sus aguas momentáneamente pulcras. Los mercenarios habían preferido no prestarle demasiada atención a esas historias que se rumoreaban sobre gente que se había lanzado al río en la medianoche porque creía escuchar sus cánticos o la llamada salvaje de los ahogados o mutilados que aún rondasen por los alrededores. No, ellos temían más a los vivos, puesto que eran los que verdaderamente les hacían daño, con lo que no les importaba si los viejos se afanaban en separarlos de la llamada del Sangriento; no les importaba si les amenazaban con prohibirles el paso a sus villas con el fin de que no pudieran proveerse y tuvieran que dar la vuelta; no les afectaba en lo más mínimo que se negasen a decirles lo que acontecía más allá de las riberas, en lo alto de las montañas donde nadie se posicionaba ni lo haría nunca. Ellos debían continuar su misión: remontar el río. La llevarían a cabo aunque se vieran en la obligación de alimentarse menos. Al fin y al cabo, se trataba de su tarea, una tarea que sólo a ellos concernía, y que estarían dispuestos a finalizar. La tarea de conocer el río maldecido por los dioses, los cuales nada de ellos querían saber. Jamás habían deseado ampararlos, ni ahora ni a las puertas de la muerte, con lo que tampoco valía la pena rezar, ¿no? Ellos confiaban en sus propias fuerzas y juicio, que siempre los habían conducido por las sendas correctas, y que no se permitían cambio alguno que pudiese ponerlos en peligro. Eran una especie al borde de la extinción, lo sabían, pero también sabían que eran los únicos con las agallas suficientes como para surcar un río que no tenía fama de divino, sino todo lo contrario.

Viraba el barco a la izquierda, delimitando con la ribera fluvial, cuando Rokk hizo la señal que indicaba que anhelaba detenerse. Mano de Rey fue parado a los escasos minutos de que el capitán diera esa orden; los mercenarios más hábiles y veloces, entre los que se contaban Iddë y Ulf, amarraron el palo de mesana a fin de que no empezara a soltarse, reduciendo el espacio existente entre el palo de mesana y el mayor, los cuales quedaron a tan sólo unos centímetros, casi rozándose. El ancla fue depositada en el sedimento del río, lo que posibilitó que el barco quedara quieto, mientras las velas eran izadas ligera y suavemente y los costados del galeón se inflaban de aire, del viento que soplaba y golpeaba en los rostros de sus residentes, quienes se asomaron por la proa para divisar cómo su querido refugio flotante tocaba tierra. Rokk ordenó entonces que cesaran de izar las velas. Todos se dispersaron, ocupando los sitios que les eran correspondientes en su calidad de remeros, oteando así a la aldea que se mostraba delante de ellos, impactante debido al color anaranjado que primaba en el firmamento. Rokk, visiblemente satisfecho, se acercaba al bordillo para echarle un concienzudo vistazo al poblado que se extendía minucioso pero diminuto ante sus ojos. Su tripulación no le apartaba la vista, con el mismo sentimiento latente en sus ojos, en sus manos y tez sudados. Ozraa, seguido por Glaeskir, se apostó en dos zancadas al lado de su jefe, imitado por Iddë y Ulf, y más tarde por Kass, quien, al tiempo que dejaba que el viento le acariciara las facciones e hiciera emprender el vuelo a sus mechones gris-azulados, bostezaba sin contemplaciones a los demás, que ni siquiera la miraron, demasiado eclipsados por todo lo que estaban vislumbrando, y estirazaba los brazos, desligando los tendones. Los huesos crujieron como acostumbraran, y ella se retorció las manos en un gesto que delataba la alegría que la inundara, y miró como los demás al horizonte. Halló al sol que se arrastraba lánguido por el cielo con retazos de púrpura y a las nubes que se deshilachaban; halló a la luna tratando de aposentarse en el trono que ella ansiaba para sí y halló al viento que no cesó en su empresa de alborotar su cabello. Esbozó la sonrisa que tanto amara y se decidió a observar a los demás, que extendían los brazos sobre el bordillo.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora