TIEMPOS DE GUERRA

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¿Qué hace este cascabel aquí? —preguntó Kass observándolo con preocupante, sólo preocupante, interés.

Lo balanceaba nerviosamente, y el instrumento repicaba con una melodía tenue pero bonita, ligera y grácil. El sonido que proferiría un pajarillo.

Vellina se giró rápidamente, viendo que lo movía traviesa y sonreía pueril; dejó lo que estaba haciendo y articuló palabra, una orden que salió silbando engendrada por la desesperación:

—Eh, por favor, déjalo. Es mío, me lo regaló...

— ¿Quién? —La miraba a ella.

El cascabel no cesaba en su marcha tintineante.

—Por favor, dámelo. Te lo suplico —murmuraba la joven con la armadura, que había terminado de colocársela para mirar con grave preocupación a la contrabandista que seguía sosteniendo su solaz de energía y tranquilidades, el instrumento que la había acompañado el resto de su infancia, lo que más amara en el mundo y que era impensable perder. Lo era, no le cabía la más mínima duda. Así que agregó, en un desesperado intento de convencer a la extraña persona que tenía delante—: Por favor, resulta que me lo regalaron hace tiempo, siendo yo muy niña, y si llegara a perderlo... Bueno, no sé qué pensaría esa persona que me obsequió con él.

— ¿Ah, que te lo dieron? —Kass la miró a ella más inquisitivamente, el cascabel se balanceaba entre sus pálidos y delgados dedos. Lo tiró hacia atrás y él tintineó, gotas de sudor corrían por la frente de la muchacha que llevara la pesada y extraordinaria armadura, delatando los pensamientos que la corroían y que desbordaban dentro de ella, como si se tratara de un torrente implacable. La criminal sonrió un poco más abiertamente que antes y, meneando la cabeza, dirigió sus ojos entrecerrados a Vellina—: Y apuesto a que fue... ¡No, no me lo digas! —exclamó alzando la mano en cuanto advirtió que la joven abría la boca- ¡Fue... fue él! —Señaló el cascabel, frenética, su sonrisa desquiciada derretía los nervios de Vellina, todas y cada una de sus terminaciones nerviosas se estaban cayendo a sus pies, deslucidas.

No se encontraba bien. No le quitaba ojo a Kass. Casi se enfureció. ¿Acaso quería robarle su más preciado tesoro? Pero una idea aterradora cundió en su mente, deslizándose sigilosa cual un depredador que pretende atrapar a la presa, una idea que se coló en los huecos más inaccesibles de sus engranajes, enraizándose hasta tomar una vaga forma. Y la luz fue algo vista, se hizo nítida. Vellina sintió que se le secaba la saliva en los labios, absorbida por el desconcierto, al entender la verdad. O lo que ella creía que tenía posibilidades de serlo. Era un detalle recóndito.... Mas... podría valer. ¿Y si lo probaba? ¿Y si lo decía? Se decidió a intentarlo, quizá sirviera. Al menos, habría descargado las dudas que tanto la atormentaban. Y aunque ella no tuviera la respuesta, le daría otra información. Vellina había aprendido a base de leer horas y horas enteras, pasando los días enterrada entre los códices de la biblioteca, desbrozando esas historias que hablaban de caballeros ilustrados que salvaban a sus damas mientras visitaban lugares inalcanzables al poder humano que a veces unas preguntas responden a otras. Esperaba que Kass se presentara tan difícil como se lo había imaginado, como había temido. Sin embargo, para su conocimiento iba a ser mucho peor, más voraz y agotadora que las bestias de los cuentos pues era real, y si bien Vellina no se dignaba conocerla por completo, tendría que obligarse a ello, la situación estaba ya escrita, y los dioses no estaban dispuestos a revertirla. Así de sencillo. Nunca se conoce perfectamente a una persona, solamente se ven retazos de su comportamiento, de su pasado y de sus intereses y los motivos que esconde o enseña. Nunca se adivina lo que está en la mente de alguien a menos que tengas bastante intimidad con él, y como ese no era el caso, Vellina habría de atenerse a las consecuencias que generaría Kass en su vida. Un impacto demasiado complejo como para poder ser analizado en unos meses. Necesitaría tiempo a fin de entenderla, de guiarse tras sus pasos, y sobretodo, de evitar el odiarla. No era simple, no era bello; ella no deseaba odiar o temer a alguien a quien apenas si acababa de conocer. Lo vio en su mirada al fijarse en ella, sonriendo, sujetando el cascabel y entregándoselo. Si había de sincerarse, no le inspiraba pena por su desastroso aspecto, no le inspiraba odio por la manera en que desarrollaba sus modales, tan sólo le daba miedo. El sentimiento que debería reprimir en los siguientes días que pasara a su lado, tratando de hallar comprensibles sus irracionales principios. El miedo era lo que estaba provocando que retrocediera, que temblara cuando ella le pasó el cascabel. Una punzada trepó a su espinazo y se vertió allí.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora