CANTANDO A LO LARGO DEL CAMINO

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El sol refulgía y zumbaba cual zángano en los oídos de Kass al tiempo que le mostraba cuán cercana a su objetivo se encontraba, ya que indicaba según sus despertares y cabezadas melancólicas, desplazado por la plateada regente en la nocturnidad, el sendero yermo que ante ella se extendía, ahogados sus quejidos por cada pisotón que ella infundiera, comportando que la arenisca se descompusiera y empezara a fragmentarse en microscópicos trozos que quedaban esparcidos a lo largo de la franja de aire que los aupaba a su grupa, cabalgando entonces en él. Kass compuso una tenue sonrisa, estirándose de brazos grácil pero impulsivamente; los tendones que controlaban a los huesos se desligaron, rozando con éstos, y los músculos de los brazos contorsionaron hasta permitirle realizar tal movimiento, el cual propició que prosiguiera caminando provista de mayor energía. Giró el cuello hacia atrás, divisando extasiada -o al menos bastante satisfecha de sí misma- los picos de las casas, junto al humo de las chimeneas, que salía despavorido del tejado elevándose hasta el cielo azulado y careciente de nubes, mientras notaba que el viento le hacía caricias en su blanca tez y la gloria se acomodaba resueltamente en su estómago, corazón y cavidad craneal, logrando que volviese a posicionarse como debía, con la estirada sonrisa sacándole la lengua a sus antiguos temores, ya deshilachados en su totalidad y atrapados en la marea de lo inexpugnable, la marea que comportaba que se reciclasen aquellas experiencias que no quisiese recordar más, emergiendo convertidos en un ser inofensivo al que escupiría, hosca.

Kass continuó barriendo las partículas incorpóreas que componían el aire que respiraba mediante los brazos y ordenó trabajar a sus piernas, ajustándose la correa del zurrón y cerciorándose de que nada estaba mal colocado. No, todo ocupaba el sitio que le había sido asignado; su peculiar sonrisa no abandonaba su boca, ondulando en ella igual a un atrevido marinero en el peor de los océanos existentes; alargó los brazos a fin de saborear el aire que le golpeaba suave a la cara y cerró por un momento los ojos, tal era el éxtasis que la embargaba, llegado desde todos los recovecos de su personalidad más consistente y verdadera, agazapada en la madriguera del sueño, aguardando el instante en que le dijese que podía presentarse. Kass le había dado la bienvenida esgrimiendo toda la gentileza que le fuese poco sectaria, pero que de aquello que poseyese se trataba de lo que más gente le ganaba, y ahora ese sentimiento hundía los dedos en su vientre, susurrándole que tenía que escucharle, y Kass lo hacía, no imposibilitaba que se adueñase de sus pensamientos, intercambiándose con la ira que nunca le había resultado útil en el trato con los demás, pero que era igualmente suya y, por tanto, incapaz de ser reprimida... pese a que en la mayor parte de las situaciones se encontrase con que estaba obligada a acallarla, a regañarle como si fuese un chiquillo demasiado trastornado por la actitud despótica de sus progenitores y obligarle a bajar el tono, a ocultarse en el cuarto y no salir en días. Musitando una réplica sigilosa contra sí misma, se dijo que en verdad nunca lo conseguía aplacar del todo; ese niño llamado rabia regresaba a ella engrandecido por la venganza, la aferraba violento y le decía que sería más conveniente obedecerla, pues era el único modo de sonreír. Y ella lo escuchaba por fin, llevando a cabo la metamorfosis que la hacía retemblar enteramente y le robaba el raciocinio; sonreía mientras sostuviera en las manos los corazones licuados de todos aquellos que un día osaron adentrarse en su guarida, clavarle sus armas y estallar en risas, sin darse cuenta de que ella los miraba con la intrínseca negrura de sus ojos lanzada a ellos, sin comprender que iban a arrepentirse de cuanto le hubieran causado. Porque ella no era de los que olvidan, ni tampoco de los falsos amigos que fingen perdonar; no, ella nunca había permitido que la hirieran, y ése era el mayor error que tuviese implantado en su lista de fallos y calamidades. El error de no saber aceptar, amar, a los demás, al mundo. Un fallo que sólo ella aducía a mimar y hacer floreciente en su erizado eje maestro, el mismo que no la dejaba vivir sin servirse de ella, el mismo que la hacía reírse cuando no debía y llorar en el momento en que todos festejaban; así se había aislado ella del mundo, y no volvería a él por mucho que se lo solicitasen. No lo consideraba necesario. Se sentía a gusto en su verdad, la que los otros jamás enlodazarían, y, por tanto, ¿para qué cambiar? De nada valdría. Si no la aceptaban tal cual era, menos se atreverían a verla siendo distinta, camuflada en los ropajes de quien no había sido, era ni sería sin importar cuántas veces hubiese representado aquella obra. Kass espiró y se llevó una mano al pelo, acicalándoselo; a pesar de que intentó que nada saliese de su engranaje, muchos mechones le dieron la espalda, cejando exitosamente en su empresa de rebeldía. Otros se pegaron hirsutos a su nuca, adornándosela y plantándose sosegadamente allí sin albergar gana alguna de largarse. Kass, exhalando aire, se hizo visera con los ojos a fin de poder distinguir qué era lo que sobrevenía a sus pisadas.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora