CALAVERAS

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Aislados del mundo, del resto de la humanidad, del resto de los seres conocidos, atravesando fronteras aún por determinar, entre intrincados paisajes de espinas y rosas que bebían sangre, salvando los obstáculos del espacio y el tiempo conocido por todo viajero, buscando incensantemente en los recovecos de las tinieblas más intrínsecas, aquellas ajenas al pensamiento y la razón humanos, se mecían las hojas de los altos árboles recubiertos de enredaderas que se comían la corteza con inusitada voracidad, allí donde abundaban las alimañas y se perdían los incautos, quienes se habían creído que iban a escapar de esa selva que los rodeaba, de esa floresta que los arrastraba a su seno, devorándolos. La naturaleza allí tenía sus propias reglas, en ese lugar prohibido lleno de fastuosos frutos que colgaban de las ramas más próximas a la tierra firme. En verdad, esos frutos no eran sino toxicidades que infestarían el canal de las venas y el completo de los individuos que osaran cogerlas y llevárselas a la boca, tal era su medio de defensa. Cualquier desdichado se daría cuenta más tarde de lo que se proponía de que aquellos organismos aparentemente inermes, pasivos, inofensivos, no eran normales ni mucho menos, los condenaban a dejar de lado sus esperanzas y morirse en el infierno ignoto de las florestas remotas y crueles, no elucubradas, no comprendidas, que contraatacaban ferozmente y con una potencia tal que no quedaban ni los huesos de aquel ingenuo. No, puesto que ellas pensaban, estaban dotadas de inteligencia, se ensañaban y vertían su veneno, y triunfaban y los animales chillaban jubilosos al apercibirse de que justo venía una presa hacia ellos, directa a su trampa. No debían siquiera subestimarlos. Era el craso error que cometía el mundo, y ellos se lo estaban haciendo pagar con creces. Con toda la maldad antigua que condensara la más vieja de las creaciones, salida de una mente divina que habitaba más allá del tiempo y a la que no importaba nada.

Mientras las sombras se dispersaban huyendo a las copas y las raíces se aposentaban, se afirmaban, la vegetación susurraba aderezada con los aullidos de victoria de miles de sus coexistentes compañeros, las fieras que no se resistieran a la caza, que trepaban por las plantas que colgaban como si se tratara de un puente elevadizo y se cernía trampero sobre los enemigos, el sol descendía en el horizonte que no podía verse y la noche acudía, era grata bienvenida para ellos, esas primitivas mentalidades que gustaran de asesinar a sus descendientes, los que apenas si supieran que ellos existían. Se encontraban perfectamente cobijados, en una simbiosis profunda y tácita, que abarcaba las miles de generaciones por las que habían pasado ya, los siglos que llevaran reinando de forma clandestina. Porque un trabajo también se puede hacer desde la penumbra... siempre y cuando estés alerta y no te puedan descubrir. Y ellos lo estaban, demasiado tiempo habían estado aletargados, liquidando silenciosamente, soberanos de ese reino sin dueño... ya que ese reino se bastaba a sí mismo a fin de subsistir, no necesitaba que lo gobernasen, que le dijesen lo que había de realizar. No, musitaba de repente una de las enredaderas, un silbido afilado que fustigó el aire; las hojas se aplanaron, respondiendo con un chasquido, y las criaturas maullaron. Las copas se ensombrecieron y todo el bosque se movió como una criatura viva, un ser pensante, un organismo peligroso y digno de ser temido. Sí..., lo era, y se enorgullecía de ello, pero debía tener en cuenta, debía recordar, corría la voz entre las hortigas asentadas en las bases de los árboles que las escuchaban sumamente atentos, que alguien había llegado a dirigirlos, a quitarles el argumento, el trono, el poder, y encasquetárselo él.

Había sido hacía mucho tiempo, seguían empecinadas las ortigas, molestando y haciendo que rabiaran sus iguales, que se menearon en sus asientos, visiblemente apresados por la dignidad que los conminaba a sentirse doloridos y a reclamar lo que era suyo, su ingenio y su malicia, cuando de un golpe se recordaron los detalles, los torbellinos sacudieron ese micro-mundo en que nada había de ser alterado... Violando las reglas que habrían de haberla salvado, desestabilizando a esos contendientes, esos seres que se desperezaron para encararse a un diminuto insecto que movía las antenas y los enturbiaba, ella se presentó. Se presentó con ansias de manipularlos, de verlos hundirse en la desesperación al saberse señora de ese paraíso argénteo y hostil, eso consideraba en tanto que exprimía sus ideas, que las exponía como si fuesen piezas del puzle en que ellas configuraban una relevante función. Ellas, en primer lugar, se carcajearon, se rieron de su insensatez y la echaron, mas al volver entendieron que algo no marchaba en su conveniencia, que podrían ahorrarse disgustos si la escuchaban. Tal revelación vieron en sus ojos oscuros como los caparazones de los escarabajos, como el mismo azabache, cuando ella tosió y reiteró su valía, se puso a decirles que les beneficiaría el entrometerse y ayudarla, pues ella estaba decidida a quedarse ahí... así como a cooperar con ellos. Casi les dio más risa, casi les asustó. No era capaz de retroceder y largarse.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora